_
_
_
_
DON DE GENTES
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La de Colorado

Elvira Lindo

A PESAR DE QUE mi carrera profesional es dilatada y brillante, no hace tanto tiempo que nací. Soy sesentera. En mi memoria se funden la noche en que llegó el hombre a la Luna con la noche en que Massiel ganó Eurovisión. Sé que brindé una noche, pero no sé por qué, así que tampoco sé muy bien hacia dónde iban los intereses de mis progenitores, si hacia las hazañas musicales o espaciales. Luego, conociendo como he conocido un poco más a mi padre, casi puedo asegurar que lo suyo era el espacio. La música siempre le pareció cosa de frívolos. Recuerdo que el día que me pilló escuchando Una picolissima serenata en un disco que había de canciones italianas, gritó: "¡Eso no es para niños!". Tanta impresión hicieron en mí sus palabras que cada vez que mis padres no estaban en casa ponía la canción sintiendo como que comía de la fruta prohibida. Cuando oía el tintineo de las llaves quitaba la serenata y lo cambiaba por el disco de coros del ejército ruso, que era lo que mi padre consideraba apropiado para una mente tierna. Como niña de los setenta padecí la EGB, ese paso pequeño para una niña, pero gigantesco para una generación. Ahí empezó esta carrera acelerada que llevamos en España hacia la desmemoria, según Ricardo Moreno, el autor del Panfleto antipedagógico. ¡Cómo reivindicar la memoria histórica si en los colegios está prohibida! Fui de la primera generación que empezó a hacer gala de la creatividad. Yo había visto a mis hermanos dibujar mapas en los exámenes, ríos, etcétera. Por suerte, mi generación sólo tuvo que colorearlos. Los contornos venían en las fichas. Como el ser humano nunca está contento, a mí me parecía que colorear era una injusticia: había que meter la cera, tan gorda, por las irregularidades naturales de las costas y las fronteras caprichosas de las provincias. Por eso tuve mi primera tentación de ser americana. Fue ver el mapa de Colorado y decir: de ahí quiero ser yo. Un Estado cuadrado. Tú eres ese niño que nace en Colorado, y cuando el maestro te manda dibujar tu Estado, haces un cuadrado con la regla, lo pintas de rojo y sacas un diez como un sol. Dado como está la educación, todos los Estados deberían ser como Colorado. Yo siempre he sentido una simpatía por Colorado y sus gentes. Gentes que viven dentro de un cuadrado en el planeta Tierra. Ahí quiero que se esparzan mis cenizas. Tengo un mapa de Colorado encima del sofá: un cuadrado rojo. Cuando vienen visitas preguntan si es un póster de Rothko, y yo les digo: "No, es el mapa de Colorado". La contestación genera no pocos chascarrillos y recuerdos de la infancia. Toda esta innecesaria introducción viene a cuento porque, al igual que nunca he conocido a nadie de Plasencia, nunca nadie de Colorado llamó a mi puerta. Hasta el otro día. Me presentaron a una mujer coloradiense en una fiesta. La mujer coloradiense les contaba a otras americanas que le encantaba España, ese país extraordinario de costumbres ancestrales. La coloradiense decía: hay una ciudad en la que durante todo un año la gente se pasaba construyendo unas esculturas prodigiosas, altas como edificios de cinco pisos; luego las ponen en las plazas, las queman todas y la gente se vuelve loca de alegría porque el fuego tiene un efecto purificador. Las americanas se quedaban pensativas intentando imaginar las razones para tanto hacer y deshacer, pero soñaban con ir a Valencia porque un americano es ese ser al que las tradiciones exóticas le ponen caliente. El americano debe de pensar que, en un país de tan extremas tradiciones, la gente debe de estar todo el día teniendo intercambios sexuales. Qué inocentes. Luego la mujer de Colorado habló de El Corte Inglés de Zaragoza y de la crueldad con la que las dependientas hablan a las clientas. La mujer de Colorado, grande como todas las mujeres de Colorado, cogió una talla 42, y la dependienta de El Corte Inglés dijo estudiándola: "Eso a usted no le entra". La de Colorado pensó en tirarse al Ebro: nadie en la vida había sido tan explícito con respecto a su sobrepeso. El decirle a un gordo en Colorado que está gordo es impensable. Todo esto de la mujer de Colorado (de la que amenazo con seguir hablando en ulteriores artículos) era la excusa para terminar hablando del Día del Orgullo Gay, en cuya manifestación neoyorquina estuve el sábado. Como soy bajita (enana al lado de la de Colorado) me tuve que subir a una papelera de la mítica calle Christopher para ver algo. En mi memoria aún resonaba el entusiasmo con que la mujer de Colorado hablaba de las Fallas y de una guerra de tomates a la que tenía planeado ir el año que viene, porque los tomates, decía la de Colorado, simbolizaban la sangre y la pasión españolas. Más tomate, pensaron las americanas. Estando encima de la papelera, siendo saludada desde las carrozas por "Bolleras contra Bush" o "Veinticinco años en la lucha (contra el sida)", pensé en cómo se notaba en dicha manifestación que esta gente no tiene madre, ni tiene sentido de la organización para las fiestas. Los trajes, supercutres; mucha malla sucia, maquillajes penosos, carrozas lamentables... Sólo encontré divino que desfilaran los policías y los bomberos. Un uniforme siempre gusta. Pero no llegué a pillar el sentido (como las americanas con las Fallas): no supe si eran policías que habían salido del armario o eran machotes solidarios. Cutre, sería el adjetivo para el desfile, al contrario que en España. Desde que los hijos de las madres españolas salieron del armario, el atrezo de los desfiles es mucho más curioso; mejor confección, oyes, más profesionalidad: ahí está esa mano por detrás vigilante. Eso es lo que aún no ha entendido el PP: el secreto está en la mano que mece la cuna.

Celebración en Nueva York del Día del Orgullo Gay, el pasado día 25.
Celebración en Nueva York del Día del Orgullo Gay, el pasado día 25.AP

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_