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DON DE GENTES
Columna
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Buenos y malos

Elvira Lindo

ODIÉ EL FUTBOL. Lo odié como una niña. Lo odié como lo odiaban las niñas: con algo de desprecio por la actitud reverencial que tenían los niños delante de la tele, lo odié porque encima tenía que prepararles un bocadillo, porque me resultaba soporífero, porque si hubiera querido sentarme a verlo, tampoco ellos hubieran admitido mi entusiasmo. Odié el fútbol. Por esas razones caseras que luego se transformaron en razones feministas. Si el deporte rey era un juego de machotes, había que odiarlo a muerte. Y ese odio finalmente se ideologizó: el fútbol, como la religión, era el opio del pueblo. A esta idea contribuyeron también algunos camaradas machotes a los que no les gustaba el fútbol. Entonces practicábamos la insufrible tendencia de respaldar con contenido ideológico todo aquello que personalmente detestábamos. Si detestábamos al portero de nuestra casa era porque ese portero era el clásico asalariado complaciente con la burguesía: un arrastrado, un vendido al capital. Escribo en plural, aunque no me gusta, porque era una época en la que éramos bastante parecidos, o sea, bastante tontos. Cuando el mundo está tan clasificado da gusto, da mucho gusto, porque hay buenos y malos, y nosotros siempre estamos en el lado de los buenos. Poco a poco, mi odio hacia el fútbol se fue diluyendo. Recuerdo que un amigo bastante ideologizado me dijo que el fútbol era el deporte de los niños pobres de los países pobres. Aunque parezca pueril, la afirmación me hizo mella. También ayudó a rebajar la manía antifutbolera el que poco a poco, con la democracia, ciertas cosas se fueron despolitizando, y la gente se fue haciendo, afortunadamente, más diversa, y en vez de haber dos clases de personas, los buenos y los malos, los españoles nos fuimos haciendo por fortuna un poquito más complejos. Y pasaron y pasaron años. Y llegó este Mundial. Lo de hacerse mayor es jodido, pero si maduras bien, empiezas a carecer de impostura y dejas de ser un adolescente pesado. Llega el Mundial y te pilla (a mí y a otros muchos) en el extranjero. La gente se reúne en las casas, en los bares, en el viejo bar La Nacional, conocidísimo para todos los españoles de Nueva York, último vestigio de aquellos tiempos en que la calle 14 se llamaba la pequeña España. Además de la libertad que dan los años está la libertad añadida de estar lejos de casa. Los que se reúnen allí para jalear en la distancia a la selección española son cada uno de su padre y de su madre, o sea, de cada uno de los rincones de esa jaula de grillos a la que unos llaman España; otros, Estado español; otros, Estado de las autonomías, y alguna autoridad cultural (como leí el otro día) la denomina "Península", como si finalmente hubiéramos conquistado Portugal y las islas se hubieran independizado. La selección Peninsular, qué bonito. Con la distancia y la necesidad de entenderse, el español pierde muchas de las tonterías que entorpecen la convivencia y el pensamiento. El español se reúne en un bar para disfrutar del partido, beberse unas cervezas, pasarlo un rato estupendo. Pero lo que a ese español que está lejos de casa le sorprende es que en los comentarios deportivos de su país se deslicen comentarios políticos. El hecho de que para unos opinadores los goles de la selección signifiquen que España aún no se ha desmembrado, el hecho de que para otros el vaivén de banderas en las gradas sea una pesadilla o el hecho de culpar al fútbol (de nuevo el opio del pueblo) de la falta de interés masivo de los catalanes hacia las urnas, es tan sorprendente que uno piensa que a lo mejor cuando volvamos a casa, como en el anuncio del turrón, nos encontramos con que el país ha vuelto a la época de los buenos y los malos, a esa fase adolescente en que los matices y dudas eran síntoma de tibieza y reaccionarismo. Si lo que han conseguido los políticos, después de tantos años, es que hasta un partido de fútbol sea una metáfora de la pelea parlamentaria, apaga y vámonos. Qué aburrimiento. ¡Tantos años como una ha necesitado para disfrutar sin más de un gol de Raúl, ese héroe nacional, como lo llamó el comentarista inglés, o del niño Torres! ¿Cómo combatir la tontería? Refugiándose en el regazo de las personas inteligentes: los artículos de Segurola, por ejemplo, o los de mi querida Ana María Moix, esa mujer pequeña, tierna, discreta, que encandiló una tarde al público en Nueva York con su imagen de falso despiste, con una peculiaridad carente de toda impostura que la hace digna hermana del hermano Terenci, y que además ¡sabe escribir de fútbol!; o el gran artículo sobre Ronaldinho que mi admirado John Carlin, ese español con cara de inglés, o ese inglés con alma de español, publicó en The New York Times. ¿Qué hacer para no dejarnos llevar por el mar de tontería? ¿Qué hacer para no sentirnos arrastrados por el gran juego tan en boga en España de los Buenos y los Malos? La respuesta parece sencilla, pero requiere disciplina diaria: tratar de hacer bien tu trabajo, no mirar a los lados, no dejar de decir lo que se piensa aunque se pierdan amigos (no serían tan amigos cuando los pierdes por una opinión), disfrutar de los partidos de la selección española, desear sinceramente que ganen los tuyos porque el deseo de cualquier ciudadano del mundo, por lo que yo observo, es que gane su país para que el Mundial tenga un sabroso interés añadido. A esto añadiría la lista de cosas que Bioy Casares le pedía a la vida para ser razonablemente dichoso y que apuntó (más o menos así) en su cuaderno: comer bien, dormir lo suficiente, leer lo que se me antoje, charlar con los amigos y hacer el amor siempre que se pueda. Estoy en ello.

Fernando Torres celebra con Raúl la consecución del segundo gol contra Túnez.
Fernando Torres celebra con Raúl la consecución del segundo gol contra Túnez.REUTERS

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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