Cohete de lágrimas
Qué guapas son las mujeres que han sido guapas y en quienes reaparece la belleza, de pronto, en un gesto, en una mirada, en un movimiento de la boca, en algo difícil de definir que me atrae y enternece y donde la muerte, de tan presente, se me antoja transformada en la combustión de vida de un cohete de lágrimas. Vive a dos edificios de aquí, sube la calle con dificultad conquistando duramente cada metro, con sus piernas tardas, de vez en cuando se apoya en la pared, reaviva sus pulmones, continúa. Se le corre el carmín de la boca, la pintura de los ojos se desvanece pero mantiene el orgullo de un barco a vela y su perfume se queda flotando bastante tiempo después de su partida. Le pregunté
Ocultan las manchas de humedad con cuadros de paisajes, caballos que galopan
-¿Me permite que le diga que es guapa?
y respondió con una sonrisa de lamparilla de aceite temblando en el carmín, esas sonrisas de los pabilos de los santos que amenazan con apagarse cuando la mampara de la iglesia se abre y se quedan temblando, pobres, antes de disiparse en un minúsculo humo. Su marido muy compuesto, con una flor en la solapa, la sigue con la bolsa de las compras, arrastrando un tobillo, y me conmueven esa corbatita perfecta, ese peinado laborioso que disimula la calvicie, esa mirada discreta de soslayo a las muchachas donde vive un pisaverde de baile de club recreativo al que las arrugas sucesivas fueron empujando hacia las arenas del fondo, llenas de vestigios de peluqueras y coristas. ¿Qué harán en casa? ¿Frente a frente en la mesa camilla con una infusión de camomila? ¿Comparten revistas de divorcios de actrices? ¿Riegan las plantas con un cacharro incierto? ¿Se abruman? Plantas gordas, flores gordas, pétalos a los que no les falta nada para ser artificiales y no lo son, la señora las rocía con una pistola especial, regresa a la camilla pistola en mano, pienso
-Va a matar a su marido
corrijo
-Va a darle fuerzas, pobre
vuelvo a corregir
-Va a darse fuerzas a sí misma
la pistola vacila entre ambos
-¿Lo mato a él o me mato a mí?
y acaba dejándola en la camilla, vencida, a la derecha de la camomila, con el gatillo rojo y el chisme de los agujeritos goteando una lagrimita discreta. Su marido saca un espejo redondo del bolsillo y se arregla los pelos desobedientes con paciencia de artesano. Si se les apareciese así, las peluqueras y las coristas no le harían ni puto caso
-Cómo te has gastado
surgiendo de las arenas esas del fondo que el tiempo ha desvaído. Como el alquiler de la casa es barato, el dueño no les soluciona las filtraciones de humedad, de manera que ocultan las manchas con cuadros de paisajes, caballos que galopan, un perro que acecha desde una zapatilla con una alegría taimada. Tuvieron en una época un perro al que lo atropelló un coche y hay en la cómoda de la habitación una foto de ellos con el animal, sacada durante una excursión de empleados bancarios. De vez en cuando la mujer abre el cajón donde guardó la correa. No fue peluquera ni corista, trabajó dieciocho años en una tienda de ropa y se enamoró del dueño quien, antes de emigrar a Venezuela, para gran desesperación de los acreedores, la trataba de bomboncito mío y le pedía besitos en la barbilla señalando con el anular
-Aquí.
Le prometió que le mandaría el billete, por un motivo o por otro no le llegó a escribir y, mientras tanto, su marido comenzó a rondar el escaparate alisándose el bigotito, compenetrado, grave, lleno de remilgos. Dado el silencio de Venezuela, la mujer aceptó un almuerzo, una ida al cine, atrevimientos que desembocaron en el Registro Civil después de unas tardes de cama por horas, antes de cenar porque el hígado comenzaba a pesarle, la mujer recibía la pensión de su padre militar, que a los cuarenta nadie saber qué puede ocurrir el día de mañana, y en fin de cuentas el día de mañana infusiones de camomila y el tobillo que se arrastra, mechones que van quedando unos tras otros en el peine. Siempre pendiente de Venezuela, la mujer comenzó a abusar del carmín y del perfume y a apoyarse en la pared para reavivar sus pulmones. Si al menos el rociador disparase balas verdaderas en lugar de gotitas. A una pregunta más íntima, el médico le advirtió al marido que veinte años otra vez ni pensarlo. Intentó durante una semana, el cuerpo divagaba, desistió. Como no había ni un sello de Venezuela en el buzón, la mujer desistió también. Y fue entonces cuando aparecí yo preguntando
-¿Me permite que le diga que es guapa?
y recibí a cambio una sonrisa de pabilo de aceite que le temblaba en la boca. No hay ningún hostal por horas en los alrededores, pero descubrí un hotel barato una manzana más abajo. Se llama Flor do Mar, se trata de un sitio limpio, discreto, y una prima mía se ocupa de las habitaciones. Me prepara una económica con ducha incluida. El problema reside en que se trata de un tercer piso, lo que obliga a parar de vez en cuando para reavivar los pulmones. La espero a las cinco con la puerta entornada y la belleza ha de reaparecer, de pronto, en un gesto, en una mirada, en un movimiento de la boca, en algo difícil de definir que me atrae y me enternece y donde la muerte, de tan presente, se me antoja transformada en la combustión de vida de un cohete de lágrimas. A una pregunta más íntima, el médico me declaró
-Usted está hecho un chaval.
Le comuniqué a la mujer que, a pesar de que ya estoy al borde de los setenta y seis años, sigo siendo un chaval. Ni colesterol ni urea. No voy a entrar en detalles: soy un tipo como es debido. Sólo añado que una sonrisa de pabilo de iglesia aumenta y disminuye en la almohada. Y disculpadme si no sigo, pero tengo que ocuparme de él antes de que se le ocurra apagarse.
Traducción de Mario Merlino.
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