Chinos en Toulouse
Entre el 15 y el 18 de junio la ciudad de Toulouse fue el escenario de un invento llamado Le Marathon des Mots. Se trata de un festival literario-cultural que, a través de 200 actos, rinde homenaje al trabajo de escritores y editores. Barcelona fue la capital literaria invitada y sus embajadores fueron, entre otros, Jaume Cabré, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Mercè Ibarz, Javier Tomeo, José Carlos Llop y Jorge Herralde. La catalanidad también se vio representada por actores, cantantes, artistas e incluso un grupo de gigantes y cabezudos que apareció por la plaza del Capitol justo después de que una love parade reivindicativa de los derechos de los homosexuales ensordeciera el paisaje con su desfile.
Todos los invitados se alojaron en el mismo hotel y la delegación catalana tuvo la oportunidad de cruzarse con galácticos de las letras como Umberto Eco, Michel Tournier, Russell Banks, Gao Zingjian y Aharon Apelfield, estrellas del festival. A los organizadores les sobraba el dinero tanto como les faltaban recursos para atender a sus invitados. Resultado: la mayoría deambulamos por la ciudad abandonados a nuestra buena suerte por anfitriones felizmente invisibles. Era la mejor de las situaciones para hacer turismo, escaquearse y disfrutar del calor de Toulouse y, sobre todo, de la contemplación de la anatomía espectacular de su juventud callejera.
Me consta que, además de los actos puramente culturales, abundaron los encuentros oficiales: desayunos y bufés fríos en el Ayuntamiento, paseos en peniche por un caudaloso río Garona y otros tumultos burocrático-culturales, de esos que, en la práctica, resultan ser bastante más burocráticos que culturales. La variedad de administraciones oficiales de Francia, España y Cataluña también propició notables atascos funcionariales en los que los asistentes competían por ver quién tenía el presupuesto más grande. No les voy a engañar: me escaqueé todo lo que pude y, quizá por eso, tuve la suerte de compartir algunos momentos de relajada verdad literaria. No me refiero sólo a las amenas charlas sobre cine con Juan Marsé, que, ante un público convocado en el sótano de una galería de arte, contó que la existencia de Barcelona como realidad mítica le fue revelada en un cine del Guinardó, viendo una película del Zorro. Ni al diálogo del editor Jaume Vallcorba con un quesero artesano que intentaba, sin éxito, colocarle sus productos. Ni a la admiración que me produjo ver al editor Christian Bourgois pasear solo por la ciudad, con las manos en la espalda y su heroica miopía de curioso inteligente, capaz de anticiparse a su futura sombra con un catálogo tan admirado como imitado. Ni a los afinados comentarios de Jorge Herralde en el vestíbulo del hotel Crowne Plaza sobre la mejoría de una selección española y, sin embargo, barcelonista. Ni al elegante discurso de José Carlos Llop sobre el resplandor literario de la Barcelona de los setenta para un adolescente balear con ansias de comerse el horizonte. Ni a los rumores que circulaban sobre la proverbial capacidad de Javier Tomeo para no pagar las cuentas. Ni al hilarante relato de un aterrorizado Eduardo Mendoza que asistió a una performance en la que una activista de la radicalidad norcatalana interpretó, a grito pelado, varias canciones patrióticas. Ni a la imagen de Jaume Cabré corriendo las cortinas de su habitación, con la más que probable esperanza de no ser molestado por los ruidosos vecinos y poder así escuchar la música sabiamente elegida en la tienda de Harmonia Mundi y saciar su sensibilidad melómana.
Me refiero más a esos instantes imprevisibles que no sirven para nada relevante, aunque sí para contarlos. Por ejemplo: subir en el mismo ascensor que Gao Xinjian, premio Nobel de Literatura, y comprobar su fragilidad y la melancólica dulzura de una sonrisa más educada que sincera. Son segundos que te dan tiempo a preguntarte si la fragilidad le habrá sobrevenido después del Nobel y si será esa carga de notoriedad repentina la que le habrá convertido en un chino tímido, enjuto y solitario. A la mañana siguiente, desayuné en una mesa contigua a la suya y vi que tomaba varias pastillas con un desayuno compuesto por una manzana golden, una rebanada de pan negro untada con mermelada de albaricoque y una taza de café con leche (desde entonces procuro desayunar lo mismo, a ver si se me pega alguna posibilidad de ganar el Nobel y así pongo nerviosos a Baltasar Porcel o Pere Gimferrer, nuestros Fu Manchús nobelizables). Otro momento: una larga visita a la librería y escuchar cómo cae un chaparrón y la lluvia se estrella violentamente contra el tejado de la galería y te inspira a comprarte la novela de un húngaro llamado Frigyes Karinthy titulada Viaje alrededor de mi cráneo. Porque por mucho que viajen, por más premios que tengan, estén subvencionados por el Instituto Cervantes o por el Ramon Llull, escriban en castellano o en catalán, se escaqueen o no por las calles y plazas de la hermosa Toulouse, ése es el viaje más común y obsesivo en esta profesión: el viaje alrededor del (propio) cráneo.
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