Sudor sin sangre
Seguidores de Estados Unidos celebran el empate con Italia como una victoria, al tiempo que cargan contra el árbitro
Tirados en el césped. Como sus compatriotas en el estadio de Kaiserslautern. Con el mismo sudor pero sin la sangre. No ante 46.000 personas. Apenas eran más de dos docenas. Pero gritaban casi tanto. Acabaron tirados en la hierba. Exhaustos, sorprendidos, felices. Algunos borrachos. El sol fue ayer inmisericorde en la capital de la nación y la cerveza entraba fácil. Celebraron el empate como si fuera una victoria. "¡No han podido con nosotros, los italianos no han podido con nosotros!", exclamaba mientras se revolcaba por el jardín Martin Straight, universitario de 22 años en Georgetown.
Lo que comenzó a la tres de la tarde, hora de Washington, nueve de la noche en Alemania, como un duelo que creían perdido sin tener tiempo siquiera a desenfundar, acabó siendo celebrado como una victoria. "Nos van a machacar", había comentado Lisa Olsen. "Nos tumbó la República Checa e Italia nos va a hacer papilla". Resignada, Olsen se paseaba por la acera con un plato de tarta de manzana en la mano a la espera de que comenzase el choque. Confesaba que "amaba" el soccer -aquí el fútbol es "otra cosa", si se habla de fútbol, te refieren a un tipo parapetado tras un casco, hombreras e inmenso como un armario de dos cuerpos, al rugby- y que no se hubiera perdido el partido por nada en el mundo. Aun a sabiendas de que iban a sufrir.
Tras el codazo a McBride alguien maldijo a los soldados italianas, que van a abandonar Irak
Los gritos de hinchas estadounidenses se oyeron a tres manzanas cuando llegó el empate
Esperaban. Eran las dos y media y esperaban. "¡Go, Go, USA Go!", era el cartel que recibía con más entusiasmo que los anfitriones a los visitantes a la entrada de la casa. Globos azules, rojos y blancos, los de la bandera de EE UU, daban la bienvenida a quien quisiera compartir 90 minutos de agonía. Martha Lowe pasó la mañana adecentando la parte trasera de su casa de dos pisos para recibir a los "amantes del soccer". Colocó los globos; preparó ensaladas; se negó a cocer pasta -no había que caer en los gustos del enemigo-; encendió la barbacoa y puso toda la carne roja en ella. Como su equipo. Dos barreños hasta los topes de hielo escondían la cerveza, sólo un cuello de una botella de Corona asomaba como la punta de un iceberg.
Da comienzo el partido. Parece que "los chicos juegan bien", se comenta entre los asistentes a la barbacoa con derecho a visionado del partido EE UU-Italia en pantalla de plasma gigante. Tenían empuje. Pero ¡oh desilusión! El principio del fin esperado. Primer gol de Italia. Ni caras tristes ni largas. Había cerveza y hamburguesas y era lo esperado. Al fin y al cabo jugaban contra una potencia, ellos, la potencia, aceptando perder. Claro que el fútbol es así...
Andaban despistados los amantes del soccer. Que si pásame el ketchup, que si toma la salsa barbacoa, pero cómo que no queda mostaza... cuando saltó la noticia. El milagro: Estados Unidos empata a Italia con un gol en propia puerta de Zaccardo a los cinco minutos justos del de Gilardino. Para qué queremos más. Los gritos se oían a tres manzanas. Las hamburguesas volaban por el aire. El comentarista de la ESPN no acababa de creérselo. Nadie acababa de creérselo.
La mañana que empezó soleada pero gris se acababa de volver color rojo pasión. Se inflaban más globos rojos. Se bebía más cerveza. Por supuesto no faltaba Coca-Cola, con cafeína eso sí. Se requería estar despierto tras la inicial modorra. Y se tiñó de rojo sangre en el minuto 28, cuando De Rossi convertía la nariz de McBride en héroe nacional.
Desde el jardín de la casa de la calle T en Washington se reclamaba venganza. Alguien llegaba a maldecir a las tropas italianas que van a abandonar Irak. Hubo insultos, bastantes insultos. Pero estaban encantados. El partido empezaba a parecerse al hockey sobre hielo, sangre y codazos. Se oyó decir algo sobre la madre del árbitro, Jorge Larrionda, que fue suspendido seis meses por la asociación uruguaya por "irregularidades", eso sí, sin especificar, y no estuvo en el Mundial de 2002.
Y pasaron los minutos. Y se llegó al descanso. Y se entró en una segunda parte en la que EE UU disputó los 43 minutos finales con nueve jugadores. Italia contaba diez. Las duras entradas se jaleaban. También estaban los amantes del fair-play. Pedían calma, paz. "No es bueno dar esa imagen", decía John Fleishman, conciliador. Gritaban ánimo a Bruce Arena, seleccionador de EE UU. Miraban al cielo y pedían que se acabara el partido, así, con un empate, con 1-1 que les sabía a gloria. Y así fue.
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