Después del 'fin de la historia'
Fukuyama escribe un nuevo epílogo a su obra en el que sostiene la validez de sus teorías
En los 17 años transcurridos desde la publicación original de mi ensayo ¿El fin de la historia? mi hipótesis ha sido criticada desde todos los puntos de vista imaginables. La publicación de la segunda edición en rústica del libro El fin de la historia y el último hombre me da la oportunidad de reformular el argumento original, de responder a las que considero las objeciones más serias planteadas al mismo, y de reflexionar sobre algunos de los acontecimientos de la política mundial que se han producido desde el verano de 1989.
Permítanme comenzar con una pregunta: ¿qué era el "fin de la historia"? Por supuesto, la expresión no es original, sino que proviene de GWF Hegel y luego la popularizó Karl Marx. Hegel fue el primer filósofo historicista que entendió la historia humana como un proceso coherente y evolutivo. Hegel veía esa evolución como el desarrollo progresivo de la razón humana, que acabaría llevando a la expansión de la libertad en el mundo. Marx planteaba una teoría con un fundamento más económico, que veía cómo cambiaban los medios de producción a medida que las sociedades dejaban de ser prehumanas y se transformaban en cazadoras-recolectoras, agricultoras y luego industriales; por tanto, el fin de la historia era una teoría de la modernización que formulaba la pregunta de dónde desembocaría finalmente el proceso de la modernización.
"En mi opinión, existe una lógica general de la evolución histórica que explica por qué debería haber cada vez más democracia en todo el mundo a medida que evolucionan nuestras sociedades"
"Al final del proceso de modernización, nadie desea la uniformidad cultural; de hecho, las cuestiones sobre identidad cultural regresan con fuerza redoblada"
"Las doctrinas religiosas están sometidas a la interpretación política de las sucesivas generaciones. Eso es tan cierto en el caso del islam como en el del cristianismo"
Muchos intelectuales progresistas del período transcurrido entre la publicación del Manifiesto comunista de Marx y Friedrich Engels en 1848 y las postrimerías del siglo XX creían que llegaría un final de la historia, y que el proceso histórico concluiría en una utopía comunista. Esa afirmación no era mía, sino de Karl Marx. La sencilla reflexión con la que yo comenzaba era que, en 1989, no parecía que eso fuera a ocurrir. En la medida en que el proceso histórico humano estaba abocado a algo, no tendía hacia el comunismo, sino a lo que los marxistas denominaban la democracia burguesa. (...)
La pregunta
Numerosos observadores me han comparado con mi antiguo profesor Samuel Huntington, que expuso una visión muy distinta del desarrollo mundial en su libro El choque de civilizaciones y la reconfi-guración del orden mundial. En ciertos aspectos, creo que se puede exagerar el grado en que diferimos en cuanto a nuestra interpretación del mundo. Por ejemplo, coincido con él en su idea de que la cultura sigue siendo un componente elemento innegable de las sociedades humanas, y que no se puede comprender el desarrollo y la política sin una referencia a los valores culturales.
Pero existe un aspecto fundamental que nos diferencia. Se trata de la cuestión sobre si los valores y las instituciones desarrollados durante la Ilustración occidental son universales en potencia (como creían Hegel y Marx) o si están limitados a un horizonte cultural (lo cual coincide con las ideas de filósofos posteriores como Friedrich Nietzsche o Martin Heidegger). Sin duda, Huntington considera que no son universales. Aduce que las instituciones políticas con las que estamos familiarizados en Occidente son el producto secundario de un cierto tipo de cultura cristiana de la Europa Occidental, y que nunca echará raíces fuera de los confines de esa cultura.
Así que la pregunta fundamental que se debe responder es si los valores y las instituciones occidentales tienen una importancia universal o representan el éxito temporal de una cultura actualmente hegemónica.
Huntington tiene bastante razón cuando dice que el origen histórico de la moderna democracia laica liberal reside en la cristiandad, lo cual no es una opinión original. Hegel, Tocqueville y Nietzsche, entre muchos otros pensadores, han sostenido que la democracia moderna es una versión laica de la doctrina cristiana de la dignidad universal del hombre, y que ahora se interpreta como una doctrina política no religiosa de los derechos humanos. En mi opinión, no cabe duda de que eso es así desde un punto de vista histórico.
Pero, aunque la democracia liberal moderna tiene su origen en ese terreno cultural en particular, la cuestión es si esas ideas pueden apartarse de esos orígenes particularistas y tener importancia para las personas que viven en culturas no cristianas. El método científico, en el que se sustenta nuestra civilización tecnológica moderna, también apareció por motivos históricos contingentes en cierto momento de la historia de la primera Europa moderna, de acuerdo con las ideas de filósofos como Francis Bacon y René Descartes. Pero una vez se inventó el método científico, se convirtió en una posesión de toda la humanidad, y podía utilizarse independientemente de si se era asiático, africano o indio.
Por tanto, la cuestión es si los principios de libertad e igualdad que percibimos como los cimientos de la democracia liberal poseen una importancia universal similar. Creo que eso es así y, en mi opinión, existe una lógica general de la evolución histórica que explica por qué debería haber cada vez más democracia en todo el mundo a medida que evolucionan nuestras sociedades. No es una forma rígida de determinismo histórico como el marxismo, sino una serie de fuerzas subyacentes que impulsan la evolución social humana de un modo que nos indica que debería haber más democracia al final de este proceso evolutivo que al principio.
La lucha
El origen de la "Historia", en un sentido marxista-hegeliano, reside en última instancia en la ciencia y la tecnología. La ciencia es acumulativa: los descubrimientos científicos no se olvidan periódicamente. Eso es lo que genera el mundo económico, ya que la tecnología constituye un horizonte de posibilidades de producción económica y garantiza que la era del motor de vapor será distinta de la era del arado, y que la era del transistor y el ordenador será distinta de la del carbón y el acero. (...)
El desarrollo económico genera incrementos en el nivel de vida que son universalmente deseables. En mi opinión, una prueba de ello es sencillamente el modo en que la gente "expresa su voto cogiendo los bártulos". Cada año, millones de personas de sociedades pobres menos avanzadas aspiran a trasladarse a Europa Occidental, Estados Unidos, Japón u otros países desarrollados, porque ven que las posibilidades para la felicidad humana son mucho mayores en una sociedad rica que en una pobre. A pesar de varios soñadores rousseanos que imaginan que serían más felices viviendo en una sociedad cazadora-recolectora o agrícola que, por ejemplo, en el Los Ángeles actual, apenas hay un puñado de personas que realmente se decida a hacerlo.
El deseo de vivir en una democracia liberal no es, en principio, tan generalizado como el deseo de desarrollo. De hecho, existen numerosos regímenes autoritarios, como los de la China y el Singapur actuales, o el Chile del general Pinochet, que han logrado desarrollarse y modernizarse con bastante éxito. Sin embargo, se da una fuerte correlación entre un desarrollo económico próspero y el crecimiento de las instituciones democráticas, algo que señaló originalmente el gran sociólogo Seymour Martin Lipset. (...)
El último aspecto del proceso de modernización atañe al ámbito de la cultura. Todo el mundo desea un desarrollo económico, y éste tiende a fomentar las instituciones políticas democráticas. Pero, al final del proceso de modernización, nadie desea la uniformidad cultural; de hecho, las cuestiones sobre identidad cultural regresan con fuerza redoblada. Huntington tiene razón al decir que nunca viviremos en un mundo en el que exista una uniformidad cultural, la cultura global de lo que él denomina el "hombre de Davos". De hecho, no querríamos habitar un mundo en el que tuviéramos los mismos valores culturales universales basados en cierto tipo de americanismo globalizado. Vivimos por las tradiciones históricas compartidas, los valores religiosos y otros aspectos de la memoria compartida que constituye la vida común.
El principio básico de la política laica ha pasado a formar parte del proceso de modernización por motivos esencialmente pragmáticos. En la historia de la cristiandad, la Iglesia y el Estado comenzaron siendo entidades separadas, algo que no ocurrió en el caso del islam. Pero esa separación nunca fue necesaria o completa. Al final de la Edad Media, todos los príncipes europeos dictaban las creencias religiosas de sus súbditos; los conflictos sectarios surgidos después de la Reforma desembocaron en más de un siglo de guerras sangrientas.
Por consiguiente, la política laica moderna no afloró automáticamente de la cultura cristiana, sino que hubo de aprenderse a través de una dolorosa experiencia histórica. Uno de los logros del primer liberalismo moderno fue su capacidad para convencer a la gente de la necesidad de excluir del ámbito político el debate sobre los fines definitivos abordados por la religión. Ésa es una lucha por la que pasó Occidente, y creo que ahora la está viviendo el mundo islámico.
Un malentendido
Como se menciona al principio de este ensayo, el "fin de la historia" ha sido atacado desde numerosos puntos de vista desde que se enunciara por primera vez. (...). No quiero abordar aquí esa clase de críticas (...).
Sin embargo, un malentendido que sí deseo aclarar hace referencia a la confusión generalizada de que, en cierto sentido, yo estaba abogando por una versión específicamente estadounidense del fin de la historia, lo que un autor definió como "triunfalismo jingoísta". (...)
Nada más lejos de la realidad. Cualquiera que conozca a Kojève y los orígenes intelectuales de su versión del fin de la historia comprendería que la Unión Europea es una personificación mucho más completa y real de ese concepto que el Estados Unidos contemporáneo. Al igual que Kojève, yo afirmaba que el proyecto europeo en realidad era una casa construida como hogar para el último hombre que nacería al final de la historia. El sueño europeo -que se siente con más intensidad en Alemania- es ir más allá de la soberanía nacional, la política del poder y las luchas que hacen necesario el poder militar (volveré a tratar esto más adelante); por el contrario, los estadounidenses tienen un concepto bastante tradicional de la soberanía, aplauden a su ejército y les gustan sus desfiles patrióticos del 4 de julio.
Cuatro desafíos
De los muchos desafíos para el escenario evolutivo optimista planteado en El fin de la historia, comprendidos adecuadamente, hay cuatro que considero los más graves. El primero guarda relación con el islam como un obstáculo para la democracia; el segundo tiene que ver con el problema de la democracia en un plano internacional; el tercero hace referencia a la autonomía de la política, y el último atañe a las consecuencias imprevistas de la tecnología. Comentaré cada uno de ellos por separado.
Islam.
Sobre todo desde los atentados del 11-S, mucha gente afirma que existe una tensión fundamental entre el islam como religión y la posibilidad de desarrollo de la democracia moderna. No cabe duda de que si se observa el mundo, se ha dado una excepción musulmana generalizada en el modelo global de desarrollo democrático que se aprecia en Latinoamérica, Europa, Asia e incluso el África subsahariana. (...)
Que el origen del problema se encuentre en el propio islam como religión me parece a mí extremadamente improbable. Los grandes sistemas religiosos del mundo son muy complejos. En su día (y no hace tanto), se utilizó la cristiandad para justificar la esclavitud y la jerarquía; ahora consideramos que apoya a la democracia moderna. Las doctrinas religiosas están sometidas a la interpretación política de las sucesivas generaciones. Eso es tan cierto en el caso del islam como en el del cristianismo.
Se da una tremenda variación en las prácticas políticas de los países que en la actualidad son culturalmente musulmanes. Existen varias democracias razonablemente exitosas en países musulmanes, entre ellos Indonesia, que ha logrado realizar una transición del autoritarismo posterior a la crisis de 1997; Turquía, que ha vivido una democracia bipartidista intermitente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, o Malí, Senegal y otros países, como India, que tienen grandes minorías musulmanas. Además, Malaisia e Indonesia han mantenido un rápido crecimiento económico, así que el obstáculo que plantea el islam para el desarrollo tampoco es necesario. (...)
La democracia
. La segunda crítica importante que se ha hecho a mi hipótesis del "fin de la historia" tiene que ver con el problema de la democracia en el contexto internacional. Cuando escribí que la democracia liberal constituye la forma definitiva de gobierno, me refería a la democracia en el contexto del Estado nacional. No anticipaba la posibilidad de crear una democracia mundial que de alguna manera fuera más allá del Estado nacional soberano a través del derecho internacional.
Sin embargo, ésta es precisamente la inquietud que se ha planteado con especial intensidad desde la guerra de Irak de 2003, y en cierto modo subraya la brecha que ha surgido entre Estados Unidos y Europa desde entonces. Esta cuestión también la han apuntado durante la última década los que critican la globalización, para quienes ha surgido un déficit democrático entre el grado de interacciones registradas entre personas que habitan diferentes jurisdicciones nacionales y los mecanismos de rendimiento de cuentas institucionalizados que rebasan las fronteras nacionales. Este problema se ve especialmente agudizado por el tamaño y el predominio de Estados Unidos en el sistema global actual; EE UU puede extender la mano e influir en personas de todo el mundo de diversas maneras, sin que exista una capacidad de influencia recíproca.
Parte del proyecto europeo ha sido superar el Estado nacional. Por el contrario, los estadounidenses suelen creer que la fuente de legitimidad o la acción legítima reside en una democracia constitucional soberana. Estas perspectivas, europea y estadounidense, surgen de sus respectivas historias. Para los europeos, el Estado-nación soberano ha sido una fuente de egoísmo colectivo y de nacionalismo que estuvo en la raíz de las dos guerras mundiales del siglo XX; el proyecto europeo ha tratado de sustituir la política de poder por un sistema de normas, leyes y organizaciones. Los estadounidenses, por el contrario, han tenido una experiencia más feliz con el uso legítimo de la violencia porparte de su Estado-nación (...).
Autoridad política.
La tercera cuestión que sigue siendo "el fin de la historia" se refiere a lo que yo denominaría la autonomía de la política. Como se ha indicado, existe una relación entre el desarrollo económico y la democracia liberal, en la medida en que la consolidación democrática se hace mucho más fácil cuando los niveles de PIB per cápita son relativamente elevados. Sin embargo, el problema inicial es conseguir que el desarrollo económico comience, algo que ha eludido a muchos países en vías de desarrollo del África subsahariana, del sur de Asia, de Oriente Próximo y Latinoamérica.
El desarrollo económico no se obtiene sólo con políticas económicas buenas; hace falta tener un Estado capaz de garantizar a la gente que viva en él ley y orden, derechos de propiedad, dominio de la ley y estabilidad política antes de que pueda disponer de inversión, crecimiento, comercio local e internacional, y demás. Para aprovechar la globalización, como han hecho India y China en años recientes, se requiere ante todo disponer de un Estado competente que pueda establecer cuidadosamente las condiciones de exposición a la economía mundial.
La existencia de Estados competentes no es algo que pueda darse por sentado en el mundo en desarrollo. Muchos de los problemas que experimentamos en la política del siglo XXI están relacionados con la ausencia de instituciones estatales fuertes en los países pobres, no con el antiguo programa de Estados excesivamente fuertes que se daba en el siglo XX. El XX estuvo dominado por grandes potencias, por Estados como la Alemania nazi, el Japón imperial, o la ex Unión Soviética, demasiado grandes y poderosos. En el XXI, los problemas más frecuentes provienen de lugares como Somalia, Afganistán y Haití: países que carecen de instituciones gubernamentales capaces de garantizar el sistema básico de derecho necesario para el desarrollo o para la creación de instituciones democráticas.
Por tanto, nos enfrentamos a una agenda doble. En el mundo desarrollado, Europa afronta una importante crisis del Estado de bienestar en las próximas generaciones de población descendente, y derechos y normativas imposibles de mantener. Pero en el mundo en vías de desarrollo hay una ausencia de estatalismo que impide el desarrollo económico y que sirve de caldo de cultivo para una serie de problemas como los refugiados, las enfermedades y el terrorismo. En consecuencia, el programa es muy distinto en las dos partes del mundo: recortar el alcance del Estado en el mundo desarrollado, pero fortalecer el Estado en muchas partes del mundo en vías de desarrollo. (...)
Tecnología
. Del cuarto reto escribí (2002) en mi libro Our posthuman future: consequences of the biotechnology revolution
[Nuestro futuro poshumano: consecuencias de la revolución biotecnológica], y es que nuestra capacidad para manipularnos biológicamente, ya sea a través del control del genoma, los fármacos psicotrópicos, una futura neurociencia cognitiva, o mediante alguna forma de alargamiento de la vida, nos proporcionará nuevos métodos de ingeniería social que aumentarán la posibilidad de que surjan nuevas formas de política.
Decidí escribir sobre este tipo de futuro tecnológico porque la amenaza es mucho más sutil que la planteada por las armas nucleares o el cambio climático. Las consecuencias posiblemente perjudiciales o deshumanizadoras del avance tecnológico están ligadas a temas como la superación de las enfermedades o la longevidad que los seres humanos desean universalmente, y, por tanto, serán mucho más difíciles de prevenir.(...)
Las sociedades deben asumir como retos las oportunidades y los riesgos planteados por la tecnología actual, por ejemplo, y abordarlos mediante políticas e instituciones. Por consiguiente, el futuro es realmente mucho más abierto de lo que podrían dar a entender sus condiciones previas económicas, tecnológicas o sociales. Las decisiones políticas tomadas por poblaciones que votan y por los líderes de nuestras diferentes democracias tendrán gran importancia para la fortaleza y la calidad de la democracia liberal en el futuro.
Traducción de News Clips.
Francis Fukuyama
La tesis sobre 'El fin de la historia', de Francis Fukuyama -planteada en un ensayo de 1989 y desarrollada en una obra de 1992-, fue un intento por comprender el mundo posterior a la guerra fría que tuvo gran influencia. En un nuevo epílogo a aquella obra, del que aquí se ofrece un extracto, el analista político norteamericano reflexiona sobre cómo han sobrevivido sus ideas a la marea de críticas y cambios políticos.
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