La taberna de George Best
El diario alemán Bild trae a colación a Nadal, a Alonso y al Barça para proclamar que, tras el 4-0 contra Ucrania, España quiere, y puede, ganarlo todo. Yo no sé alemán pero me lo han dicho.
La euforia de los forofos se desata y la esperanza enardece a los más reacios. Hay razones para el optimismo y avisos para navegantes desavisados. Argentina deslumbra y desguaza sin contemplaciones a Serbia y Montenegro, 6-0, superando el score español. En ambos casos, los contrincantes, más bien sparring, no permiten sacar definitivas conclusiones, más allá de felicitarnos por lo bien que jugamos cuando nos dejan jugar y agradecer que, al fin, España lo haga con inteligencia táctica, rapidez de pensamiento y sorprendente preparación física amén de mostrar, hasta ahora inédita, personalidad de equipo. Pero eso ya ha sido dicho y la inanidad de mi comentario me aburre. Porque, dejando a un lado el en ocasiones vocinglero acompañamiento verbal de los partidos o la posterior crónica de los hechos, que refresca la memoria y adecua el criterio, poco pueden aportar la palabras donde, como dijo Rilke, "el acontecer lleva la delantera sobre el opinar".
No obstante, las opiniones proliferan, cuando no las profecías. Dado que desprecio a los profetas, quizás quede resquicio para deslizar una opinión más. Comencemos por lo obvio: el Mundial no ha hecho mas que empezar y nos deparará sorpresas. El sentido común lo dice. Alguno de los equipos que empezaron mal irán mejor. O viceversa. Y los árbitros irán peor. No es vaticinio, sino sospecha. Ya se han atisbado veleidades a la hora de pitar (o no pitar) penaltis y, aún preservando la hipotética equidistancia entre error y azar, no es disparatado prever que los pitidos desafinados acaben imponiéndonos una desazonante sinfonía. Pero, para mí, otra amenaza que cierne. Más insidiosa. La euforia del forofo. Los forofos, por antonomasia, son gafes. Sus obtusas, bullangueras y prematuras celebraciones ahuyentan el éxito como el tam-tam a las mariposas. Vacunan. Convocan anticuerpos. Puede que ellos sólo sean embaucadores de sí mismos y su labilidad los convierrta, a su pesar, en material demagógicamente manipulable. O sea, en producto altamente contaminante. O, si se prefiere, en burbujas de champán destapado antes de tiempo. Optemos por un anécdota metafóricamente real.
George Best, el mítico jugador, tenía una casa en la playa. Él nos lo cuenta. En el camino a la casa había una taberna. Cada vez que iba a su casa, se detenía en la taberna. Nunca llegó a ver el mar.
Martín Girard es el seudónimo que utilizaba el escritor y cineasta Gonzalo Suárez cuando era periodista deportivo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.