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Columna
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Cine de verano

Parece extraño, a estas alturas del año, que no llevemos varias semanas escuchando el eterno planteamiento de inaugurar un cine de verano en Madrid. Quiero decir, un cine al aire libre. No es fácil encontrar emplazamientos recuperables cada estación, en lo que no se piensa durante los largos meses del frío. Da muchas veces la impresión de que vivimos improvisando y a remolque de los acontecimientos, por mucha vocación inauguradora que tengan nuestras autoridades. Es una china en el zapato de Madrid que no parece encontrar solución.

Hubo recientes intentos de encontrar un lugar que cubriera esa minúscula necesidad lúdica. Y la idea anduvo peregrinando de un lado para otro, ubicada unas veces en la Chopera del Retiro; o junto al templo de Debod, en Rosales; también utilizando la mitad de las plazas de toros que disfrutamos; en la Bombilla, cerca de la estación del Norte... Creo haber traído alguna vez de los pelos de la memoria el que se instalaba, en los años veinte y treinta del siglo pasado, que viví de niño, en lugar bien céntrico: el paseo de Recoletos, a la altura del Banco de España.

El cine al aire libre es una china en el zapato de Madrid que no parece tener solución

Sin necesidad de talar árbol alguno, con el económico y sencillo expediente de colocar treinta o cuarenta filas de sillas plegables -creo que de sencilla madera- y en la mitad geométrica, la pantalla, una sábana tirante, supongo que preparada ex profeso. Dos clases de espectadores: los que pagaban diez céntimos por ver las películas al derecho, y los que sólo abonaban una perra chica por lo mismo, pero acostumbrándose a que los vaqueros, indefectiblemente, eran todos zurdos. Había tráfico, pasaban tranvías y ruidosos automóviles, pero daba la impresión de que los frondosos árboles mitigaban los ruidos y eran la música de fondo, pues, como cabe imaginar -con esfuerzo, lo comprendo-, las películas eran mudas, con subtítulos. Ahí entraba la imaginación de los analfabetos del lado más barato. El dato que no conozco es el de la existencia de otros cines veraniegos como el que conocí.

Que lo recuerde como anécdota infantil trae una deducción: aquel cine funcionaba durante los tres meses y pico del verano, pero la hora de los madrileños era la solar y, por tanto, cabía la posibilidad de que hubiera dos funciones: la primera, donde podía acudir la gente menuda, y otra para los adultos más trasnochadores. Hoy a las diez de la noche aún luce el sol en nuestro cielo, casi hasta finales de agosto.

En pleno periodo dictatorial, ignoro por qué causas, desapareció el cine de mi niñez, pero durante tres o cuatro decenios pudieron verse, en la autopista de Barajas -yendo hacia el aeropuerto, a la izquierda-, las instalaciones para un "autocine", o sea, un lugar al aire libre donde acudieran los automóviles y que tantas veces hemos visto en las películas americanas. Se alzó la amplia pantalla y, supongo, el entorno para el fin que se proponía. El proyecto lo llevó a cabo, entre otros, hombre tan emprendedor y conseguidor como el gran torero Luis Miguel Dominguín, pero todas sus gestiones y, supongo, las de sus socios tropezaron con una de las barreras más aborrecibles en una dictadura: la sospecha de que los automovilistas que allí concurrieran fueran llevados por impulsos pecaminosos y, en lugar de contemplar tranquilamente un filme, se metieran mano en el asiento trasero o el delantero.

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Aquella posibilidad levantó una inabatible barrera y la capital se quedó sin un espacio para que la gente pudiera ir en coche a entretenerse con una película o con los juegos de manos que les vinieran en gana. Aprovecho para decirlo una vez más: lo que yo encontraba más aborrecible e inaguantable de aquel periodo -sin dejar de lado otras consideraciones menos frívolas- era la incalculable estupidez con que se consideraba la capacidad intelectual y moral de los españoles.

Volviendo a los propósitos, dudo que alguna vez tengamos cine al aire libre, no sólo por el horario, sino porque quienes lo proyectan lo hacen bajo la creencia de que los espectadores son gente adinerada a quienes no importa pagar 20 euros por sesión, incluso si se contase con el envés de la película, a mitad de precio. Otra pega es que en tales especulaciones se cuenta, como piedra maestra, con la rica subvención oficial y el presunto halago de que es más fácil obtenerla si se pasan películas infumables que sólo tuvieron el aplauso de la crítica amiga. Total, que nos quedamos sin cine.

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