La maldición del triunfo
"Pleitos tengas y los ganes", dice la maldición gitana. En el mundo de los negocios, y en el de muchos profesionales, hay otra maldición no menos dura: la de una vida exitosa. Por supuesto, no quiero decir que fracasar sea algo bueno, ni siquiera que sea conveniente llevar una vida profesional tibia. Simplemente, hemos de ser conscientes de los riesgos del triunfo y aprender a vacunarnos a tiempo.
Esto me lo sugería un artículo reciente de un profesor de la Harvard Business School en el que recogía una conversación con un directivo que acababa de experimentar una promoción decisiva para su carrera y le confesaba: "Quería tanto esa promoción que casi podía sentir su sabor. Me parece que puedo decir que no estaba dispuesto a sacrificar cualquier otro aspecto de mi vida para conseguir el éxito profesional. Pero el éxito profesional ha estado en el centro de todas mis decisiones, desde mi mayoría de edad". Y no es la única persona a la que le sucede eso.
En un mundo de gente competitiva, el éxito exige ser una persona ocupada, sin tiempo para reflexionar sobre lo que uno está haciendo
El peligro de tal actitud es que el éxito puede ser un formidable anestésico psicológico, emocional y moral, porque -al menos en la vida profesional y de los negocios- triunfar quiere decir, sobre todo, actuar "de acuerdo con el guión": ser un excelente directivo, abogado, médico o político, ser apreciado por todos, tener una familia maravillosa (al menos, lo que se ve desde fuera), sonreír siempre, no crear problemas... Y esto puede tener efectos muy nocivos.
En un mundo de gente lista y competitiva, el éxito exige ser una persona ocupada, crónicamente ocupada: reuniones, llamadas por teléfono, visitas, viajes... Como el equilibrista que mantiene media docena de platos dando vueltas sobre unos palos, hay que correr de uno a otro para evitar que se caigan. Y no queda tiempo para reflexionar sobre lo que uno está haciendo. Queda, eso sí, la impresión de que algo no va.
Leí hace tiempo la confesión que hacía un ingeniero que estuvo implicado en un caso famoso en los libros de ética de los negocios: el del Ford Pinto. Un coche compacto, barato, eficiente: la respuesta de la industria automovilística estadounidense a la invasión de coches europeos y japoneses en los años setenta. Sólo que el depósito de gasolina estaba colocado de tal modo que el coche se incendiaba cuando recibía un golpe por detrás, aun a velocidades moderadas. Ese ingeniero era responsable del servicio de retirada de vehículos defectuosos y contaba que un día entró en el garaje y vio uno de esos coches incendiados, en el que habían muerto carbonizadas cuatro personas, y decidió inmediatamente incluir en el orden del día de la siguiente reunión de su equipo la retirada de ese modelo.
Y llegó la reunión, y estudiaron el caso con detenimiento, y él mismo fue el primero en votar contra la retirada del Pinto. Porque, contaba, la manera de trabajar les impedía ver en su trabajo otra cosa que problemas técnicos. Para darse cuenta de lo que pasaba -de que estaban jugando con la vida de muchas personas-, necesitaba distancia. Pero en su trabajo no podía tenerla. Quizá la hubiese conseguido reflexionando un domingo en su casa. Pero eso era lo último que tenía ganas de hacer un domingo por la tarde, después de una semana de trabajo intenso.
Pero ¿tan difícil es pararse a pensar para una persona triunfadora? Sí, y es posible que el problema no sea tanto la falta de tiempo como el temor no a las preguntas, que ya las conocemos, sino a las respuestas. La actividad frenética del profesional exitoso es, a menudo, el medio inconsciente de evitar esas respuestas. Como decía el pintor Degas, "hay una clase de éxito que no se puede distinguir del pánico".
De alguna manera, se va perdiendo el sentido del porqué de lo que está haciendo, porque en algún momento el hombre o la mujer con éxito han pasado la iniciativa a los demás. Parecen personas extraordinariamente independientes y activas, pero de hecho están desempeñando los papeles que los demás les señalan. Son virtuosos ejecutores de los roles que la sociedad, los colegas, los clientes, los competidores y los medios de comunicación han creado para ellos.
El profesor norteamericano al que me refería al principio, Joseph Badaracco, contaba en su artículo la vida de un personaje exitoso, tal como aparece en una novela, que un día decide cometer un crimen brillante, del que nunca será sospechoso... y luego se entrega a la policía. Y concluye: "Decide cometer el crimen, lo comete, y esto le hace sentir que su vida, por fin, ha empezado". Es como un tratamiento de shock. Badaracco concluye: "Una prueba de la seriedad de la enfermedad es la severidad del tratamiento que exige". Bueno, yo no me atrevería a aconsejar al lector exitoso que aplique la misma medicina. Hay, sin duda, remedios más accesibles.
Antonio Argandoña es profesor del IESE.
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