El hombre que no amó a María Iribarne
No puedo leer la Oda a Walt Whitman sin escuchar siempre su voz, maestro; sin verle a usted, en aquella solitaria habitación de hotel, quizá tan parecida a la de su llegada, recitando el texto de Lorca, grabándolo para volverlo a escuchar, de madrugada; para asegurarse, quizá, de que el cliente de la habitación no era un fantasma. La película era A un Dios desconocido, de Jaime Chávarri, y usted era un mago, y para mí sigue siendo un mago, uno de los más grandes actores argentinos, si no el más grande. Un mago incompleto: desde hace tiempo le envío ondas psíquicas (a través de un aparatito maravilloso, comprado a un chino por cuatro euros) para que se decida de una vez a interpretar al Próspero de La tempestad, o para que sea un verdadero viejo loco y repita cinco veces la palabra "nunca" llevando a la pobre Cordelia en brazos, pero el aparatito del chino no acaba de funcionar como debiera porque no me hace usted maldito caso. Lo más probable es que haya otros aparatitos chinos interfiriendo en la frecuencia, lo que explicaría mis neuróticas rabietas, mis pataleos de mono con los puñitos cerrados, como esta misma carta. No, no se decide usted a ser Próspero, y su viejo loco, el Juan Pablo Castel de El túnel, es, oh desgracia, un simple viejo maniático, terriblemente simpático, que no lleva en sus brazos o sobre sus hombros el peso insostenible de María Iribarne, la única mujer que (según su titiritero, don Ernesto Sábato) pudo haberle comprendido. Lo diré con la voz de otro de sus grandes paisanos: usted, que fue el padre de Camila O'Gorman y del hijo de la novia, y el marido oficial de Norma Aleandro, y el fusilador de los rebeldes patagónicos de Bayer, no es (de momento: queda mucha gira por delante) el hombre en cuyos brazos desfalleció María Iribarne.
El mago de la habitación solitaria había llegado a Madrid, creo recordar, en 1975, justo cuando en su país se desenredaban las serpientes y su nombre estaba en una lista encabezada por una triple A. ¿Fue aquélla la primera vez que le vi, que me deslumbró? Tengo dudas, porque se me mezcla la imagen temblorosa de Pedro Gailo (Lady Espert, siempre generosa, le llamó a su lado, a su compañía, a las órdenes de aquel otro mago llamado Víctor García) con la otra imagen, en el festival de San Sebastián, del triste oficinista que conocía una tregua iluminada antes de caer del lado de la sombra. Luego, un luego que es casi veinte años más tarde, usted fue el mejor James Tyrone que yo jamás haya visto, y vi también el vértigo, por primera y única vez, en los ojos de John Strasberg, porque usted era Tyrone y era también su padre, el viejo Lee: algo increíble, pura y renovada magia. Le he admirado y le admiro tanto, tanto, que no puedo entender el porqué de estas recientes interferencias. Primero el Yo, Claudio de José Carlos Plaza. Le llovieron premios y aplausos, pero usted estaba solo allá arriba, rodeado de bailarines incongruentes, de actores y actrices con más voluntad que acierto, para decirlo suavemente, y su rostro inútilmente amplificado en una pantalla gigante. ¿Qué falta hace agigantar el rostro de un gigante? Y ahora, El túnel, que acaba de estrenarse en el Romea de Barcelona. Con la bendición de Sábato, que parece encantado con la versión teatral de Diego Curatella, su secretario y amigo, y con la firma de otro mago, Daniel Veronese. Pero aquí, en este desangelado espectáculo, apenas hay una, dos gotas de la mórbida intensidad de, por ejemplo, Mujeres soñaron caballos. Pisa usted la escena, maestro, y la vieja magia es instantánea; fluye de su voz, de su cuerpo y de sus ojos; durante diez minutos creo estar viendo a Minetti en el cuerpo sacudido de Bergman; todo funciona mientras planea en círculos, como un buitre leonado, cerniéndose sobre la intangible María Iribarne, como James Stewart imantado por Kim Novak. El hechizo acaba, de un hachazo, cuando entran los otros, Rosa Manteiga, Paco Casares, Pilar Bayona. Porque sigue usted estando solo: María Iribarne no existe, el ciego Allende no existe, el odiado Hunter no existe, y Mimí Allende y la criada son innecesarias, como las pantallas de Claudio. Escuchando a Rosa Manteiga, con ese tono de comedia televisiva cascabelera, no puedo creerme, por mucho que lo intente, que esa mujer, esa María Iribarne pueda ser su enigmática y apasionada alma gemela, ni puedo atrapar un átomo del atormentado Allende viendo a Paco Casares como si estuviera haciendo el malo cavernoso de Los ojos muertos de Londres. No puedo estar más de acuerdo con mi compañera Begoña Barrena cuando escribe, en su crítica barcelonesa, que usted, pedazo de mago, nos ofrece una parodia de Castel: reduce, siguiendo las pautas de Veronese, "la complejidad de su alma a las extravagancias de un viejo loco maniático". Ella no es Iribarne, pero usted, maestro, todavía no es Castel. El público ríe, claro, chocado por sus rarezas, pero tras esa risa poco más hay, porque no hay química ni tensión con Rosa Manteiga, ni amenaza real en Allende o en Hunter, y porque, en definitiva, su Castel tampoco es una amenaza para Castel. Es, a mi juicio, una línea equivocada, un montaje equivocado. Un espectáculo que podría, debería (insisto: a mi juicio) haber sido un monólogo, una versión hiperalucinada de Las manos de Eurídice. Usted, Alterio, sigue siendo demasiado grande como para necesitar pantallas o ventanitas en su túnel; usted puede viajar por su propio túnel y comérselo, solo, de un bocado. Sin gracejerías, sin muletas. Solo, como los grandes magos. Fin del mensaje paranoico-crítico.
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