La madre del 'rai'
La necrología de Chija Rimitti, fallecida en París el 15 de mayo, me reveló su secreto mejor guardado: la edad. Yo la había adivinado por mi cuenta desde el día en que la conocí en un café, hoy desaparecido, de la Rue Stephenson en Barbès, en el que actuaba con su pequeño grupo de músicos. Yo tenía entonces 32 años y ella rondaba la cuarentena. Solía cantar allí los sábados, domingos y festivos para un público compuesto de inmigrantes argelinos y de la región marroquí fronteriza de Uxda.
Acompañado por mis amigos Mohamed o Abdalá, me acomodaba entre sus admiradores, mujeres y varones, a la escucha de unas canciones que me recordaban las de Mistinguett, pero cuya letra no entendía. En medio del humo de los Gitanes o Gauloises y el alcohol generosamente servido, la voz golfa y áspera de Chija Rimitti embriagaba a la asistencia allí reunida, en la que el único europeo era yo. Quien pronto sería la Madre del rai, evolucionaba entre las mesas con su larga cabellera negra, pendientes, collares de monedas y manos alheñadas mientras saludaba militarmente como un coronel francés. Como las chiujat (plural de chija) con las que se crió en Reliziana, Tremecén y Orán, acogía sin inmutarse los billetes que la clientela prendía, doblados, en la esplendidez de su escote.
Eran los años dorados de Barbès: Argelia había arrancado su independencia a la fuerza y las redadas y controles de la policía pertenecían al pasado. Chija Rimitti acostumbraba a matar el tiempo en alguno de sus cafés favoritos de la Rue Polonceau. Allí, dejaba de ser la artista celebrada por sus paisanos y se convertía en una respetable matrona, a quien sólo sus íntimos se atrevían a saludar. Recuerdo que un fotógrafo quiso retratarla en la acera contigua al café y le espetó: "¡Soy una artista de la canción, no una mujer de la calle!". Cinco lustros más tarde, mi solicitud de posar con ella durante el episodio de la serie Alquibla dedicado al rai fue objeto de una negociación con su agente y sólo aceptó el retrato cuando éste le dijo que yo era "un ilustre profesor".
En mi ensayo sobre el rai de 1990, señalé sus posibles orígenes y mezcolanza de fuentes: música mestiza, bastarda por los cuatro costados de su linaje, salpicada de frases francesas, irrigada por el melhún y el flamenco, el acordeón callejero y la parodia de las canciones sentimentales egipcio-libanesas. El movimiento de las chiujat fue desde sus comienzos un desafío al conformismo social y moral. Del mismo modo que Rimitti viene del remittez-moi ça ("sírvame otra ronda"), la palabra chija, femenino de noble o respetado, invierte los valores al uso. Como escribió mi amigo Ahmed ben Naún, "una chija connota un error institucionalizado. Es una anti-mujer. Carece de apellido conocido. No es la hija ni hermana ni prima ni tía de alguien. Un nombre, un apodo, una referencia al lugar de trabajo bastan para identificarla. Su identidad real es la ficha de policía de la brigada social".
El movimiento rai se extendió en la metrópoli como el viento fresco de la libertad. Cantaba en añoranza del país natal, la soledad, el alcohol, el sexo. Desafiaba los tabúes: Chija Rimitti se burlaba de la virginidad y, como nuestra vieja y querida Celestina, se jactaba de restaurarla cuantas veces fuere necesario. Sus palabras sabían a vino peleón, ritmaban la aparición del deseo y la necesidad de satisfacerlo. Su voz ronca, decía uno de sus admiradores oraneses, es sucesivamente acariciante, provocativa, incendiaria: "yuyú visceral prolongado en gemido".
Después del rodaje de Alquibla, en el que participó así mismo cheb Jaled (ahora Jaled a secas), la admiré aún en Berlín y seguí luego, a través de la prensa, su fulgurante trayectoria artística. Los años no pasaban para ella. Era ella quien pasaba de los años. Su repertorio se ampliaba y diversificaba sin perder un ápice de su virulencia. Encarnaba la libertad para un público de compatriotas jóvenes sedientos de ella. Seguía siendo la misma de cuarenta años antes: vivía en un modesto piso de Barbès y, cuando tras múltiples gestiones y pistas falsas que nos conducían a Lyón o Marsella, mis colegas de Alquibla estábamos a punto de renunciar a encontrarla, se me ocurrió la idea de asomarme a uno de los últimos cafés árabes del barrio, superviviente de la limpieza étnica del alcalde Chirac, y di con ella.
Cantó hasta el último momento con la autenticidad y pasión de todo gran artista y murió como una heroína, fiel a la causa de la dignidad y emancipación de los beurs, en el campo de honor.
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