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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Horizonte porteño

1Ayer, a esta misma hora, le dije a Jordi Llovet que me iba siete días a la Argentina. "¿En tren o avión?", preguntó. Y, sin esperar la respuesta, soltó una gran carcajada. "En tren" habría podido contestarle sin faltar demasiado a la verdad. Y es que me marché de Barcelona cinco horas después y ahora estoy en Zwickau, ciudad situada en plena Sajonia. Mañana, desde este importante nudo ferroviario, saldré en tren hacia la Argentina. O, mejor dicho, saldré hacia Francfort, donde tomaré mi avión a Buenos Aires.

¿Qué es Zwickau? Pues una ciudad más bien aburrida, en el este de Alemania. Situada al pie del imponente Erzgebirge, es el centro de una rica cuenca carbonífera. Lo más interesante que tiene -aparte de que pagan muy bien en su teatro municipal por una lectura pública- es que su nombre, Zwickau, es nada menos que la última palabra del diccionario-enciclopedia que manejo habitualmente en casa.

Para rizar el rizo, aquí en el hotel Erzgebirge, busco en la guía telefónica el último apellido que contiene esa guía. Y es que tengo una amiga que se dedica a coleccionar -sin objetivo alguno- los últimos apellidos de todas las guías telefónicas del mundo. El último de la guía de Zwickau es Zhote y lo apunto para pasárselo a mi amiga. Me digo que es un mal apellido desde un punto de vista español, pues zote, si no me equivoco, significa ignorante. Pero, en fin, esa letra h intercalada le salva a ese señor Zhote de la catástrofe general.

Mis preparativos de viaje son simplones. Me dedico a leer historias relacionadas con Argentina o los argentinos. Larga es la espera.

2En el tren camino de Francfort, me quedo magnetizado con la historia del robo de La Gioconda en agosto de 1911. El cuadro lo sustrajo el carpintero Peruggia, que había trabajado en el Louvre. Lo descolgó, lo sacó a la rue de Rívoli y se lo llevó a su casa con la patriota intención de un día devolverlo a Italia, la tierra de Leonardo da Vinci. Durante dos años, el carpintero-patriota tuvo La Gioconda escondida debajo de su cama. De vez en cuando, la sacaba de allí y le cantaba canciones napolitanas con una mandolina. La Gioconda, que era de Nápoles, sonreía.

Lo que son las cosas. Ahora estamos acostumbrados a ver en el Louvre La Gioconda rodeada de japoneses desesperados, pero hubo un tiempo en que ella llevó una convivencia secreta con ese carpintero Peruggia que le cantaba O sole mío para animarla. Me pregunto si podría yo dormir con La Gioconda debajo de mi cama. Estoy seguro de que sí, pero me parecería raro. Al pobre Peruggia no se lo parecía, se habituó a dormir con la Mona Lisa debajo de su colchón roto. Se tardaron años en saber que todo aquel robo lo había organizado un argentino genial que decía ser el marqués Eduardo de Valfierno. Este personaje que ha generado una muy buena novela argentina, El enigma Valfierno, escrita por Martín Caparrós, fue el ideólogo del robo de La Gioconda. Fue él quien empujó al ingenuo Peruggia a robar la pintura. Desaparecida ésta, vendió secretamente a cinco americanos y un japonés seis copias que ya tenía preparadas, seis copias exactas del cuadro haciéndolas pasar a cada una de ellas por el cuadro robado. Curioso pillaje. Valfierno organizó el secuestro de La Gioconda, pero no se quedó con la original, pues no le convenía para sus planes que reapareciera la verdadera Mona Lisa. Dejó que el carpintero le cantara canciones durante un tiempo hasta que el pobre Peruggia decidió devolver la pintura a Italia y fue detenido en Florencia por la policía, que, sin mediar palabra, se quedó con La Gioconda y la bandurria. Fin de la aventura. Devolvieron el cuadro al Louvre. Y allí lo admiran hoy miles de japoneses sin mandolina.

3

Larga espera en el aeropuerto alegrada por la lectura de Esperando a Beckett (editorial Funambulista), una autobiografía abreviada del barcelonés -mejor será decir del no barcelonés- Jordi Bonells, nacido en 1951 y hoy vecino de Marsella. En algún momento, para no estallar en una sonora carcajada, me distraigo del humor superlativo de Bonells (que me recuerda a Georges Perec en algunos momentos) y lo hago observando a la gente que me rodea en el aeropuerto. Les veo hacer tal cantidad de sandeces que finalmente decido concentrarme sólo en el libro y dejarme de tanto espionaje, pues me digo que, como decía Ennio Flaiano, la estupidez de los otros me fascina, pero prefiero la mía.

Tenía ya pensado leer a Bonells -escritor bastante clandestino, tirando a extranjero y muy alejado de la mediocridad reinante-, pero su libro no me lo habría llevado en este viaje de no ser porque sorpresivamente aparece Buenos Aires en sus páginas: "Nací en Barcelona, y toda mi vida me la he pasado y me la pasaré yéndome de ella (...) Cuando estoy en ella sólo tengo ganas de abandonarla. Vivo en una permanente desaparición. (...) Por el contrario, he vivido en Buenos Aires durante algunos años y sólo tengo una idea en mente: volver a vivir allí...".

En su adolescencia en Barcelona -hijo del chófer de unos alemanes que vivían en la calle de Iradier- sintió que en la Bonanova vivían él y su familia totalmente desfasados: "Estábamos en el mundo de la élite, económica, política e intelectual, sin pertenecer a él (...) Élite, sí. Poco importaba que unos fueran franquistas y otros antifranquistas, o que se dijeran tales, empresarios, intelectuales o pasteleros, catalanistas, españolistas, o ambas cosas a la vez. A pesar de sus diferencias formaban un clan...".

Creo que no es el único que se ha pasado la vida huyendo de Barcelona y de su monstruoso clan. Como el avión se retrasa, todavía se agrandan más mis prisas por marcharme a Buenos Aires. "No han emigrado ellos, sino tú", que decía Kafka.

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