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Tribuna:URBANISMO
Tribuna
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La plaza de José María Orense

La plaza, a medida que discurre la mañana, va llenándose de gente: una mujer retarda el paso al cruzarla para ir a sus compras, levanta la cabeza, mira un árbol y compara su crecimiento con otros que están frente a él y que fueron plantados al mismo tiempo. En uno de los bancos se sientan tres hombres mayores, hablan tranquilamente, al compás con el que se desgrana el tiempo, tiempo que para ellos se ha convertido en muy corto y precioso. Aparece una persona en una silla de ruedas. Se detiene, mira y escoge otros compañeros que están un poco más allá. Acuden madres con sus niños pequeños, aprovechan las sombras que proyectan los árboles y mientras el bebé duerme abren una novela, comienzan a hacer punto o simplemente sueñan. Poco a poco el pequeño jardín que siempre tiene vida y sentido, de día y de noche, con la lluvia y bajo el sol, se llena de actividad, de murmullos y de voces dispersas. Y ahora ya, un poco más tarde, de gritos. Los niños salen del colegio y siempre corren al jardín antes de entrar en sus casas. Unos se tiran la pelota en el pequeño campo de fútbol mientras que otros prefieren juegos más secretos con el mínimo hilo de agua que discurre de una de las fuentes, y se imaginan mil travesías, recodos, cursos sinuosos, barquitas o grandes buques, o juguetes maravillosos que se inventaron ellos mismos y que sólo ellos comprenden. Y hasta la hora en la que sus padres les llamen desde las ventanas de los cuatro grandes bloques que rodean el jardín, apurarán todos el tiempo de su estancia al aire libre, al abrigo de los coches que circulan por la rugiente avenida de Blasco Ibáñez que se encuentra muy cerca pero de la que nada tienen que temer.

Y por la tarde, de nuevo el jardín se va llenando con mil actividades diversas. Y a cierta hora, cuando la tarde decae, en el último fulgor de la luz dorada del atardecer, a la salida definitiva de los niños de los colegios, la plaza emana por algún tiempo una alegría especial, pues está latente que es el último momento del día y que tras él vendrá la oscuridad llena del sueño de la noche. Y el agudo griterío de los niños, las advertencias de los padres a los chicos más traviesos, el vuelo rasante de las golondrinas y los vencejos, todo parece unirse en esa alegría. Y ninguno de los niños tiene por qué sufrir la solitaria y dolorosa experiencia de entrar solos en sus casas para esperar a sus padres que están todavía trabajando, buscando como única solución a su soledad la televisión, a esas horas de cotilleos terribles de los que nada comprenden pero que van calando poco a poco en sus mentes.

Todo esto y mucho más ofrecía la plaza ajardinada de José María Orense. Los árboles renovaban y oxigenaban el aire, ya que actúan como un potente filtro para la contaminación, refrescaban el ambiente gracias a que transpiraban agua, atraían la lluvia, ofrecían sombra, tamizaban el ruido, drenaban el suelo. Y además eran hermosos, permitían dejar vagar la mirada, ofrecían un respiro de paz en la batalla diaria, ayudaban a los sueños apacibles aun estando despiertos, causaban beneficios de relajación y los juegos de los hijos se enriquecían. Y cohesionaba la comunidad que los disfrutaba, y alegraba al paseante que pasaba por ahí. Ese tipo de plaza, de dimensiones reducidas, en zonas densas de edificación y rodeadas de edificios, fue fundamental a la hora de hacer el urbanismo inglés de mediados del XVIII. París también descubrió sus grandes beneficios un siglo más tarde. Si dispusiéramos de un pequeño rosario de este tipo de puntuales y reducidos jardines que fluyeran por los barrios de la ciudad, ésta sería más sana, más hermosa, menos peligrosa, más alegre, menos contaminada, más humana. Y los grandes beneficiados serían los niños, las mujeres en términos generales pero sobre todo aquellas que tienen que cumplir una doble jornada, amas de casa y trabajadoras a sueldo, con un notable aprovechamiento de su trabajo y tiempo, los cuidadores y la gente de la tercera edad.

La gran comunidad que vive allí, y que lograron a duras penas hacer una inversión económica para poder pagar sus pisos con el aliciente y la promesa de la pervivencia de la plaza arbolada se hallan ahora totalmente desesperados por el fraude. El Ayuntamiento de esta ciudad ha decidido construir en ella un edificio, anulando la plaza, con la excusa de que tenía un dinero de la Comunidad Europea y que el plazo para poder hacer uso de éste le vencía a finales del 2005. Como si no lo hubieran podido prevenir en su momento ¿No han sabido o no han querido? Cualquier respuesta es grave. ¡Como si no existiera otro solar en toda la ciudad! Nadie puede creerse semejante desatino. ¿Acaso sólo interesa a nuestro consistorio el urbanismo grandilocuente?

Todo un crimen, señores, para el urbanismo de corte humano de nuestra maltrecha ciudad, es decir para todos los ciudadanos, y toda una estafa para los que habitan en la plaza de José María Orense, unos doscientos vecinos, que han gozado de ella a lo largo 12 años, desde su construcción en 1993, y que de repente, en un acto gratuito (nadie cree en las necesidades que aducen) y vandálico por sus consecuencias, nuestros políticos han hecho caso omiso de los derechos adquiridos por el uso y a las promesas, no solamente verbales, que ellos mismos hicieron en su día, de que aquello sería siempre una plaza arbolada.

Trini Simó es profesora de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo.

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