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Columna
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Autómatas valencianos

Los filósofos se han pasmado a menudo de lo que las gentes se han ocupado sin más. Donde unos se divertían, otros veían la ocasión de darle al magín: por ejemplo, el billar y sus bolas en el siglo XVII y principios del XVIII. Uno coge el taco, percute una bola, intenta que impacte en otra para que adquiera una determinada fuerza y dirección y, por fin, choque con la tercera para hacer carambola. Pero Leibniz y tantos otros -que intentaban establecer la teoría de la causalidad sustituta de la aristotélica de las cuatro causas- se preguntaron sin cesar qué pasaba con aquellas bolas. De hecho, mi descripción ya es deudora de esa teoría moderna: he usado "fuerza" y no "transmisión de realidad" u otros conceptos del aristotelismo tardío.

EL PAÍS ha informado que el Museu Valencià d'Etnologia restaura el Pabellón Artístico de los Hermanos Valle de Alicante. Un carromato de los años veinte con diez escenas compuestas por autómatas de madera, propio de ferias y circos, que pronto podrá verse en la exposición Pasen y vean. Pues bien, entre las distracciones e ingenios divertidos inventados, quizá sean los autómatas en lo que más se han fijado los filósofos. Es el caso de Descartes, inventor de la filosofía moderna, que vio sin duda los autómatas hidráulicos de Fontainebleau o de Saint-Germain-en Laye. En el Tratado del Hombre habla de "las fuentes y grutas en los jardines de nuestros reyes" en las que la fuerza del agua es suficiente para mover autómatas que incluso tocan instrumentos o pronuncian palabras según la diversa disposición de caños y conductos. Pronto abandonó la idea de construir estatuas danzantes y palomas mecánicas, pues mayor maravilla era explicar el cuerpo humano según el modelo de los autómatas. Como en un plano, la naturaleza podía ser explicada representando todas sus partes en el espacio. Figuras y movimiento, esa era la clave. Pero tales explicaciones le dejaron insatisfecho. No sólo el origen del movimiento era un incordio. Dicho a su modo: cuando miro por la ventana estrictamente veo sombreros y abrigos que podrían cubrir hombres ficticios movidos por resortes; y, sin embargo, digo que "veo" hombres. Quedaba pues por explicar que éstos también desean, niegan y afirman, quieren y no quieren. Así, por los caminos del movimiento, la conciencia y la libre voluntad, llegó a un Dios que no abandonará la filosofía hasta ayer.

Una de las escenas del carromato se titula La portera y la rata: no sé si la rata logrará escapar de la portera, pero los movimientos de ambas serán inexorables al estar determinados. Cuando la filosofía se fijó en las masas más que en los hombres, el autómata, así avistado, volvió a ser un modelo para mostrar cómo la historia conspiraba necesariamente en pro de la salvación de la humanidad aquí abajo. En 1940 W. Benjamin alude al autómata ajedrecista -de finales del siglo XVIII- del barón Kepelen: a cada movimiento de un contrincante, replicaba con otro que le aseguraba el triunfo. Pero lo que realmente sucedía -adviértase el cambio- era que mediante un juego de espejos se creaba una ilusión óptica que ocultaba un experto ajedrecista enano que conducía la mano del muñeco. Benjamin pensaba que podía encontrarse un equivalente en la filosofía: "Siempre debe ganar el muñeco al que se llama materialismo histórico; puede competir sin más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología". El dios de Descartes era cristiano, el de Benjamin, judío. Pero los dos compartían que el autómata es un prodigio sólo para el ignorante, una maravilla a la medida del hombre que, en tanto la construye, puede descomponerla y disolver su secreto. Eso sí, cada uno consideraba de diferente modo la clave que en verdad da cuenta de lo aparente.

En el tiempo de Benjamin apareció otra generación de autómatas: el ciborg, un hombre síntesis de la naturaleza y de la técnica. Pero los autómatas alicantinos son hermanos de aquéllos otros, no de éstos. Dice la noticia que la exposición Pasen y vean se hará "desde una perspectiva antropológica", arropando el carromato con los usos y costumbres de las gentes del mundo circense. Automáticamente, al adoptarse tan sólo las descripciones de superficie, dios deja la escena.

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