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Columna
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Báltico

Manuel Vicent

Una tarde, en San Petersburgo, cuatro compañeros de viaje nos fuimos a contemplar la puesta de sol a la playa, un suceso que en esta ciudad está muy acreditado. Nos encontramos con el Báltico absolutamente helado y sobre la capa de hielo, que según los expertos sería de un metro de espesor, acababa de caer una nevada. Cada uno de los compañeros reaccionó a su manera ante la gloria de aquel espectáculo. Uno de ellos, que suele imponerse retos en la vida, comenzó a andar mar adentro hasta convertirse en un punto oscuro en el horizonte; otro aprovechó la ocasión para llamar a su madre por teléfono: "Mamá, no lo vas a creer, pero estoy caminando como Jesucristo sobre las aguas del mar". Su madre, una gallega de 84 años, le contestó: "Por Dios, hijo mío, me habías prometido que no volverías a beber". Otro se limitó a dar un paseo comedido con sus finos zapatos de tafilete. De pie sobre el Báltico, mi única obsesión era comprobar si el sol en el último segundo, antes de apagarse, emitiría el rayo verde, un regalo que esta vez también me fue negado. A medida que la tarde caía, la infinita extensión de nieve sobre el mar adquiría todas las tonalidades de un fuego a diez bajo cero. Esta belleza boreal tiene un peligro, que ignoran los cisnes cuando se deslizan sobre las aguas del Neva pensando sólo en sí mismos, y también las gaviotas y los cormoranes en el mar locos por la caballa. De repente, un día llega el hielo y los atrapa por las patas; ellos baten las alas con un esfuerzo denodado para librarse de ese cepo, pero al final se quedan sin fuerzas y mueren. No hay música de Chaikovski que pueda expresar la patética belleza de la muerte de un cisne en el Neva frente a las columnas rostradas, de color sangre, cerca del Ermitage. En cambio, muchas gaviotas del Báltico habían hincado el pico sin otra música que el silencio compacto que se extendía hasta el fondo del espacio. En medio del mar helado, alguien había plantado una especie de teatro, de donde procedía una melodía para mí desconocida. El compañero que regresaba del horizonte me dijo lleno de entusiasmo: "¿No oyes? Allá a lo lejos, donde se ven las olas petrificadas, está cantando Kathleen Ferrier el Adiós de Mahler". Los cisnes mueren atrapados por las patas; pero existe otro peligro si, confiado en la solidez de las aguas, esperando agarrarte al asa del rayo verde, que sólo está en tu mente, llega a traición la primavera por detrás: se produce un fulminante deshielo bajo tus pies y en medio de tanta belleza te vas al infierno.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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