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Columna
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Tangos en una ermita de Altea

Aunque me resisto a sumarme a la estadística mortal de Tráfico, mis amigos de Altea me convencen para que asista a uno de los cuatro conciertos que se celebran en las ermitas de este pueblo durante la Semana Santa. Aseguran que en las ermitas no veré un solo capirote, ni un penitente ensangrentado, ni un preso excarcelado como exhiben un año tras otro en Málaga. Las ermitas mediterráneas, blancas y luminosas, son una especie rara y protegida. Algunas, como la de Santo Tomás, están pared con pared con la vivienda de sus dueños. Y por diminutas que sean tienen su propio altar. Sus dos reclinatorios. Sus candelabros. Su santo o santa entronizados. Digamos que a menos que algo impensable ocurra, no van a ser una presa fácil para las garras del agente urbanizador.

Son tangos-blues, a mitad de camino entre la sacralización y la nostalgia

Ahora atravieso los túneles del Mascarat evitando recrearme en la demolición del paisaje, sus obras ilegales, el alud imparable de cemento en las montañas, las grúas fornicando con las palmeras a la vista del pope de una iglesia ortodoxa rusa, edificada entre piscinas y barbacoas.

Por la radio hablan de otro horror: la DGT ya contabilizan mas de setenta víctimas del terrorismo en las carreteras, aunque no añaden que Acebes responsabilice a ETA de esas muertes. Todo llegará. Un locutor cuenta la historia de una niña que vive con dos corazones. Otro explica que el Papa se ha echado boca abajo como un felpudo de Armani en el pavimento del Vía Crucis. También se recuerda el 75 aniversario de la proclamación de la II República Española, sin decirnos si el Rey, que es de todos, va a participar en algún acto. Con estas y otras noticias alcanzo, sano y salvo, la ermita de Santo Tomás, donde me reúno con mis amigos Marianne y Antonio, para el concierto.

El concierto es puntual y gratuito. Ya no cabe un alma bajo el hermoso emparrado de cañas y enredaderas. Los tres músicos prueban sus instrumentos en el interior de la vivienda del ermitaño. En el programa se anuncia que van a interpretar tangos que, como comprobaremos enseguida, no son tangos en su versión erótica y salvaje, impropia para Semana Santa, sino tangos espiritualizados, tangos-blues, tangos a mitad de camino entre la sacralización y la nostalgia amorosa de María Magdalena por su adorado Nazareno. No hay que olvidar que hoy es Viernes Santo.

Así, un público respetuoso y en su mayoría extranjero, oye un acordeón que no se parece en absoluto al instrumento maltratado por un rumano menesteroso, sino que es un acordeón que suena lo mismo a órgano con trompetas de plata como a piano sofocado por la melancolía. Jamás había oído interpretar de este modo Verano Porteño, o Chiquilín de Bachín. Y a continuación ya se incorporan el bajo y el saxo bajo la tutela del acordeón y en este momento el público se mira sorprendido. ¿De dónde sale esta gente? ¿Adónde nos llevan y quiénes son estos tres músicos?, nos preguntamos.

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Casi dos horas de concierto pasan sin sentir, pues esta música combina la fuerza de lo popular con el refinamiento reservado a la composición clásica.

No hay asientos suficientes y ni siquiera los que deben quedarse de pie pueden ver a los músicos. No importa. Todos están atrapados detrás de los pilares o de las paredes de la ermita, o del riu-rau de la casa, o a lo largo del camino. Y cuando el concierto termina nadie quiere moverse hasta que se anuncia un aperitivo servido en la era. La era, otra joya del pasado. ¿Cuántas quedan por aquí? Por un instante creo estar en la Toscana. Pienso que todavía podría salvarse este escenario elemental y auténtico. ¿Quién sería capaz de recrearlo? Uno de los músicos, el saxofón, repite exactamente esto: "No debemos perderlo, no hay nada parecido, es un privilegio poder ofrecer aquí un concierto".

Se llama Felipe Zaragozí. Tiene 27 años. Nació en Altea. Estudió música en Alicante. Luego ha sido director del Conservatorio de Altea durante cuatro años. Y desde hace dos meses es profesor de saxofón en el Conservatorio Teresa Berganza, en Madrid.

El Ayuntamiento de Altea le propuso organizar estos conciertos. En todos ellos han participado músicos del pueblo junto con otros, españoles o extranjeros. El acordeonista, Ernesto Arenson, nació hace 56 años en Buenos Aires. Se graduó en composición en la Academia Liszt, de Budapest. Ahora vive en Altea. Y el contrabajo se llama Andrés Serafín. Nació hace 37 años en Argentina y estudió en la Escuela de Música Popular de Avellaneda, pero abandonó su país y ahora enseña, compone y ejecuta en Barcelona.

"Yo mismo busqué a los músicos que conocían el tango porque esta es una música que me interesa mas allá de su dimensión folclórica", explica Zaragozí, "y descubrí los arreglos interesantes de Ernesto Arenson y me puse en contacto con él. Le expliqué que mi formación es clásica, pero que veo en el tango enormes posibilidades de un tratamiento clásico. Enseguida nos pusimos de acuerdo para formar un trío. Busqué al contrabajo en Internet. Y apareció Andrés Serafín. Se anunciaba como profesor de un curso de Historia del Tango en Valencia. Intercambiamos los arreglos musicales por correo electrónico. Luego nos encerramos una semana en el Conservatorio de Altea para ensayar. Fue suficiente".

Confeccionaron el programa como una comida. "El entrante serían los tangos tradicionales interpretados por el acordeón; le seguirían los Cuadros de la Provenza, de Paule Maurice, condimentados con la inconfundible sensualidad del tango. Por último, para el postre optamos por una música de Astor Piazzolla titulada Primavera Porteña".

Un menú equilibrado que mereció el aplauso general. "En manos de Ernesto Arenson el acordeón te hace olvidar la imagen devaluada de ese instrumento", dice Felipe Zaragozí, quien ahora se plantea incorporar un piano a los instrumentos del trío, "siempre que dispongamos del espacio necesario en las ermitas".

www.ignaciocarrion.com

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