Tentaciones peligrosas
Hemos entrado en la última fase: el final de la violencia. Mirado desde la atalaya de treinta intensos y trágicos años, el terrorismo de ETA parece abocado a su final. El Pacto de Ajuria Enea, a finales de los ochenta, la colaboración francesa, la eficacia policial, el espíritu de Ermua, la acción judicial y el pacto por las libertades, entre otras muchas cosas, nos han conducido a la victoria de la sociedad vasca y de la democracia española. Abordamos ahora una tarea delicada, en la que las virtudes democráticas deberían ayudarnos a vencer algunas tentaciones peligrosas. Hay muchas que ya se observan: la ansiedad y la prisa exageradas por dar pasos y tomar medidas cuyo ritmo sólo el tiempo aconseja; los protagonismos y cálculos partidarios, legítimos pero mezquinos ante la grandeza de la causa, y otras muchas, que la brevedad de estas líneas no permiten comentar. Me detendré, sin embargo, en dos que me parecen nocivas.
La primera es la que parte de un falso supuesto: ETA ha sido derrotada y lo único que cabe es esperar a que renuncie definitivamente a la violencia y entregue las armas. Cuando lo haga y pida perdón tomaremos medidas para con sus problemas humanos. Sólo entonces podrán incorporarse a la democracia. Quienes piensan así, desconocen los complejos meandros de estos asuntos y su escabrosa realidad. Tan verdad es que ETA ha perdido su guerra como que podría continuarla bastantes años más. Por supuesto que ello ahondaría la derrota de su gente y de su causa, pero si podemos evitar un final largo, caótico y descontrolado, no exento de violencia, debemos intentarlo. Naturalmente, lo que hagamos para ello debe corresponder a lo que legal y legítimamente cabe en el Estado de derecho, pero sin duda hay mucho margen en la democracia para buscar la paz en el contexto creado después del "alto el fuego permanente". Por eso tiene interés recordar la inteligente, aunque pueda parecer ambigua, frase de Zapatero: "No habrá precio político por la paz, pero la política puede ayudar al fin de la violencia".
Puede haber una tentación política en quienes se arrogan la dignidad de la democracia o apelan a la memoria de las víctimas para oponerse a dialogar y acordar la definitiva renuncia a la violencia. Bajo esas apelaciones bien se puede esconder una actitud interesada en que el proceso no avance, atando de pies y manos al Gobierno en la gestión de esta delicada fase final de ETA. Veamos dos ejemplos. Un acercamiento progresivo de los presos de ETA a cárceles cercanas al País Vasco ayuda, y mucho, a que "el alto el fuego permanente" sea para siempre. A su vez, la relegalización de Batasuna, naturalmente asumiendo las exigencias de la Ley de Partidos, favorecerá la apuesta por la política que se intuye en el abandono de las armas. Si el primer partido de la oposición se opusiera a tales medidas, cuando sea necesario adoptarlas, por considerarlas inoportunas o precipitadas, estaría mostrando una discutible voluntad de colaboración en el proceso de paz.
De manera que esta primera tentación peligrosa debiera evitarse con algo que se llama lealtad. Los partidos democráticos, y el PP más en particular, pueden ejercer su colaboración crítica y controlar los pasos que acordemos dar en la búsqueda del final definitivo, pero lo que no sería admisible es que alimenten el discurso de la intransigencia y el inmovilismo, impidiendo de hecho una gestión proactiva y dialogada de ese final.
Hay otro riesgo más plausible. Es el que se deriva de una pretensión del nacionalismo vasco que sigue presente en nuestro paisaje político. El lehendakari, acompañando de EA y Ezker Batua en su Gobierno, siguiendo la filosofía de los inventores del Pacto de Estella, sigue empeñado en "la acumulación de fuerzas nacionalistas" para imponer un determinado estatus jurídico-político a los no nacionalistas y a España, aprovechando el final de la violencia. La precipitación y las prisas por constituir una mesa de partidos en la que se "acuerde" una solución al conflicto político vasco, que sea sometida a consulta de la ciudadanía vasca, en el filo de la paz, es una carga de profundidad a la democracia, un fraude a la pluralidad vasca y un nuevo intento tramposo de obtener beneficios políticos, esta vez por la renuncia a las armas.
Ellos saben que ETA mantiene todavía una cierta amenaza, una especie de espada de Damocles, mientras no anuncie la renuncia definitiva a la violencia y saben también que en estas circunstancias cualquier acuerdo político estaría preñado de sospechas sobre supuestas concesiones por dejar de matar. ¿Dónde queda aquí la memoria de las víctimas y la causa por la que les mataron? Si se trata de hacer concesiones políticas en el último momento, ¿por qué no las hicimos antes para evitar su muerte?
Pero no es sólo esto, es que la mesa de partidos que dialoga hasta encontrar un acuerdo mientras ETA no ha desaparecido definitivamente es una negociación bajo amenaza, democráticamente inaceptable. Se supone que sólo cuando a ETA o a sus representantes les valga la "solución" se producirá la definitiva renuncia y abandono de la violencia. A su vez, y para evitar que la legalidad española pueda objetar tal solución, se convoca una consulta previa a la ciudadanía vasca en la que la confusión ventajista de un sí a la paz legitimaría una propuesta identitaria en clave nacionalista (desde la autodeterminación a la libre adhesión).
No lo vamos a aceptar. El conflicto vasco no se arregla con más nacionalismo, sino con más democracia. Lo que queremos recuperar con la paz es la libertad para defender nuestras ideas los que no hemos podido hacerlo en 20 años largos de presión terrorista. El diálogo político vasco no es para que algunos recojan las últimas nueces del último empujón, sino para que acordemos reglas de convivencia que garanticen que los vascos votemos siempre en paz y en libertad, y mi intuición me dice que, en paz y en libertad, el gradiente nacionalista será distinto. O dicho de otro modo, crecerá la pluralidad.
Personalmente no cuestiono las mesas, ni el diálogo político. A lo que me niego es a un final predeterminado en el marco de las viejas reivindicaciones nacionalistas. Lo que reclamo es que el final del diálogo sea respetar las reglas de una convivencia plural en la que todas las opciones democráticas sean legítimas y políticamente posibles, pero en la que todos tengamos iguales derechos para defenderlas. La solución del conflicto vasco, incluso en la concepción nacionalista del conflicto, no está en que una parte del país lo configure a su imagen y semejanza, sino en que seamos capaces de vertebrar una amplia mayoría de vascos en torno a un proyecto común. Eso son soluciones y lo demás son tentaciones antidemocráticas.
s.
Ramón Jáuregui es portavoz del PSOE en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputado
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