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Magdalena y Judas, dos pecadores restaurados

La noticia, aireada en vísperas de esta Semana Santa con potente aparato mediático, relativa a la restauración de un nuevo códice denominado Evangelio de Judas, propone, tanto a investigadores como a creadores, una nueva hipótesis de trabajo, como viene sucediendo desde el hallazgo de los manuscritos del Mar Muerto o los de Nag Hammadi de 1945. Esta es traducción copta, al parecer única, de un original griego relativo al "traidor" por antonomasia.

Desde 1998, fecha en la que publiqué mi novela magdaleniana El dios dormido, compruebo en esta semana clave de la tradición católica la fascinación que produce el indagar literariamente en el rostro de los pecadores del Nuevo Testamento, en particular Magdalena y Judas, figuras tan importantes como recortadas en la tradición creyente. Ambos pertenecen al grupo de rebeldes utópicos, algunos de los cuales, como Judas, son zelotas, nacionalistas que pretenden expulsar por la fuerza de las armas a los romanos del territorio de Israel. Tanto el historiador antiguo Flavio Josefo como otros posteriores sitúan la muerte de Jesús en medio de multitud de problemas. Por una parte, el foco de nacionalismo judío a punto de explotar; por otro, los esenios, entregados al culto del agua y la naturaleza, rechazados por la sociedad de su tiempo.

Magdalena y Judas son los pecadores por antonomasia. La primera, la enferma psicosomática curada por el "sanador" de Galilea (de quien fue amante y compañera, aunque esta característica no ha sido aceptada por la Iglesia, pero sí transmutada en la imaginación popular en prostituta), representa el legado de la Resurrección. El segundo, la más descarnada representación de la traición.

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El lector de textos evangélicos por puro interés literario, como es mi caso, comparte con el creyente la experiencia de conocer que tanto Judas Iscariote como María Magdalena llevan con sus nombres incorporadas sus ciudades: Carioth y Magdala. Se nos dice que Judas entregó a Jesús (Mateo, 10, 4) y que Jesús se apareció a Magdalena en el sepulcro (Marcos, 16.9). Ambos aparecen juntos pero enfrentados a propósito de los perfumes caros que utiliza María en la unción (Juan 12, 4). Una unción en Betania (Mateo, 6-16) que critica, precisamente, Judas.

Voy a recordar de manera esquemática algunos datos de referencia. Son rasgos que ambos pecadores, aún enfrentados por la función que cada uno de ellos representa, comparten. Creo necesario ilustrar este artículo con el contraste de sus figuras y alguna que otra coincidencia.

María es presentada como mujer poseída por siete demonios (Marcos, 16, 9), y también Judas es calificado como poseído por el maligno (Juan, 13, 2). El evangelista Marcos cuenta que Judas dijo Rabbí antes de besar a su Maestro, y es ése justamente el apelativo adjudicado por Magdalena en el sepulcro (Juan, 20, 16). En los textos religiosos leemos que tanto el traidor como la pecadora se arrepienten. Con relación al dinero que recibe Judas por su traición, dine-

ro que pretende devolver a posteriori y arroja al Santuario al no hallar quien lo tome, observamos que Magdalena vende viñas para cubrir los gastos de alimentación del grupo. Dos misiones, pues, contrastadas y en estrecha simbiosis práctica. Un hombre y una mujer que muestran como arquetipos dos formas de entrega que culminan, en el caso de Judas, en pérdida, y en el caso de Magdalena, en logro.

Sin embargo, al margen de este breve mosaico referencial que creyentes o no compartimos, ¿cómo vamos a ignorar los "otros" textos? Si hoy leemos triples versiones de la historia en libros de entretenimiento banal, ¿por qué ignorar otras tradiciones esotéricas como el Evangelio de María (II) del cristianismo sirio-oriental y otras tradiciones que consideran a Magdalena primer testigo de la resurrección de Jesús; y ahora, este papiro que ha pasado de unos anticuarios a otros desde 1978, donde se habla de una conversación privada entre Jesús y el llamado "traidor", quien es un atormentado por sentirse obligado por su líder al acto de la entrega?

Desde 1945, con los descubrimientos de manuscritos en el Alto Egipto, los primeros trece papiros encuadernados en cuero, depositados en el Museo Copto de El Cairo, se ofrecen datos que transforman en mucho la percepción que teníamos como lectores de aquellos seres patrimoniales. Discípulos como Felipe, Tomás, Magdalena y otros forman parte del medio centenar de traducciones coptas de manuscritos más antiguos, cuentan con su papiro y su correspondiente relato. Por eso, desde el siglo II, determinadas autoridades locales religiosas advertían de la existencia de estos textos, que ofrecían datos excluidos de la tradición ortodoxa. Eso ha hecho que investigadores como Elaine Pages, en Los Evangelios Gnósticos aseguren que la historia está siempre escrita por los vencedores y que tal vez el cristianismo podía haberse desarrollado en direcciones muy distintas. El dato de que en 337 el arzobispo de Alejandría ordenó destruir todos los libros heréticos es suficiente para darse cuenta de ese combate.

Tal vez porque no fue escrita esa historia apócrifa gotea desde tiempos inmemoriales en tradiciones orales y obras de creación. No voy a repetir la suma de ellas, de Yourcenar a Pasolini y Saramago, y la legión de pintores y músicos que han inmortalizado a estas figuras míticas. Como ejemplo personal, puedo asegurar que en la preparación para El dios dormido fue tanta la documentación sorprendente hallada que pude dedicar una extensa obra a la "pecadora" y una parte sustancial de un capítulo a las reticencias de Judas ante la opción de entregar al Maestro. El personaje Judas casa perfectamente en la piel de un zelota que creía en la revolución política y la movilización consiguiente tras la detención de su líder.

Si la teología ha de resolver el dogma, a la investigación histórica compete recuperar los elementos de verosimilitud de aquel importantísimo suceso, y a la literatura y el arte desvelar la potencia narrativa que poseen determinados personajes evangélicos, no por evangélicos, sino por arquetípicos de nuestra cultura, por configurar una parte nada desdeñable del patrimonio humano y, al margen de su carácter religioso, por nutrir esa fuente de inspiración paralela de la que hemos bebido gustosamente muchos narradores. Alguno, incluso, a juzgar por el ruido provocado, más que bebido.

Fanny Rubio, escritora, es autora de El dios dormido.

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