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Columna
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¿Urbanismo democrático?

Imaginemos que vivimos en un pequeño pueblo costero de 5.000 habitantes, 3.800 de los cuales tienen derecho a voto, y a cuyo Ayuntamiento corresponden 11 concejales. El municipio dispone de grandes espacios vacíos naturales, con montañas, valles, franja costera, incluso zonas de marjalería. La propiedad de todo ello está distribuida, por razones históricas, de manera más o menos homogénea entre la población. Existe, además, una demanda creciente de viviendas residenciales atraída por el buen clima y el magnífico paisaje. Para simplificar, supondremos que el sistema electoral es estrictamente proporcional (no sujeto a la Ley d'Hont). Pues bien, puede demostrarse que en tales condiciones, el comportamiento económico racional de sus habitantes llevará inevitablemente al consumo total del territorio (de no existir límites legales externos). Habrá quien diga que dicho comportamiento sería racional sólo a corto plazo. También podría argüirse que las decisiones del ser humano se guían por otros valores de mayor peso moral que el meramente pecuniario. Incluso podríamos esperar que se tratase de un pueblo excepcionalmente idealista que decidiera su voto según sus profundas convicciones ideológicas.

Como ejercicio teórico, no niego que tales consideraciones sean interesantes. En cierto modo incluso podrían aceptarse como ciertas para municipios densamente poblados y con una gran variedad de estratos sociales. Sin embargo, no lo serían en el caso de los pequeños municipios costeros, en los que resulta muy difícil evitar que la práctica política se rija por otros móviles mucho menos elevados. En efecto, con el trascurso del tiempo la gente, que no es tonta, comienza a hacer cálculos y acaba por descubrir, para su regocijo, que no hace falta siquiera votar a otros para conseguir una revalorización significativa de su patrimonio. Les basta con ¡votarse a ellos mismos! Y aquí es cuando empieza el verdadero problema (o la solución, según se mire). Entre amigos, familiares y vecinos despistados, algunos ciudadanos perspicaces montan partidos o asociaciones locales independientes y juntan unos cuantos centenares de votos (lo que puede significar uno o dos concejales), los cuales, ante la previsible ausencia de mayorías, puede pactar con otros grupos similares y hacerse con el gobierno municipal, repartiéndose después amigablemente la tarta urbana en porciones. Desde un punto de vista democrático nadie podrá defender que el proceso no sea intachable. Además, como la doctrina tradicional sustenta, son los propios habitantes quienes lógicamente deciden sobre el espacio en el que viven. Inútil es añadir que nadie durante la campaña electoral va a utilizar como reclamo principal que de lo que se trata realmente es de conseguir dinero rápido a través de recalificaciones del suelo propiedad de cada grupo familiar. En absoluto. Se dirán más bien cosas como que "hay que poner en valor el territorio, aumentar el empleo local, desarrollar el turismo sostenible, mejorar el nivel de vida de la población y cosas por el estilo". A buen entendedor pocas palabras bastan.

De este modo, con procedimientos la mar de democráticos, los ayuntamientos acaban siendo una máquina perfecta de producción de suelo urbano, para satisfacción y gozo de sus habitantes, quienes, en unos pocos años, ven incrementado su patrimonio en magnitudes nada despreciables. Es verdad que ya nunca más, ni sus pobladores, ni los visitantes, gozarán del paisaje, ni contemplarán ahora en la franja costera otra cosa que no sean torres de hormigón. Incluso lo lamentarán en cierto modo ¡ya nada será como antes!; pero, qué quieren que les diga, se dirán, a fin de cuentas, con la pasta conseguida siempre puede uno irse a otra parte y pasar las vacaciones en un hotel de cinco estrellas en medio de un espacio natural (este sí, todavía virgen). Nótese además que, para que esto ocurra, no es necesario siquiera que exista corrupción. Es fácil constatar que en este sistema todo el mundo actúa dentro de la legalidad, exhibiendo una honestidad personal fuera de toda duda.

La cuestión de fondo, pues, no es que la gente sea genéticamente perversa, depredadora o insolidaria, sino más bien que el sistema mismo es perverso al otorgar decisiones sobre materias como el urbanismo, los espacios naturales u otros recursos valor público general a quienes tienen, precisamente, intereses directos en la propiedad de aquél. Un contrasentido evidente que sólo tendría una solución (aunque fuera parcial): alejar la decisión final de aquellos. Y cuanto más, mejor. En esto, miren lo que son las cosas, estoy totalmente de acuerdo con Rajoy: ciertas decisiones urbanísticas deben volver al Estado central. Aunque en este caso creo que se queda corto. Yo preferiría Europa... O incluso mucho más allá.

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