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LA CRÓNICA | NACIONAL
Columna
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Después de la afasia

POCAS VECES HABRÁ ocurrido en la ya larga y agria historia de lo que hemos dado en llamar crispación que uno de los dos partidos mayoritarios se quede literalmente pasmado, presa de un ataque de afasia, que le ha tenido callado durante una semana. Qué felicidad: Acebes y Zaplana silenciosos (¿o silenciados?). Una semana sin oír la monserga en torno al autor intelectual del 11-M, sin dejar caer entre sonrisillas que algo ocultará el Gobierno cuando no quiere saber todo lo que realmente pasó el 11-M, que España se desintegra; en fin, todo eso que ha martilleado impenitentemente los oídos de los españoles desde hace año y medio.

Un benéfico desorden cerebral les ha tenido literalmente sin posibilidad de emitir ni una voz. Si algún efecto incontestable ha tenido el anuncio de ETA, multiplicado por el fin de lo que se había convertido en insoportable penitencia catalana, ha sido éste. No sabían qué decir: es lo peor que le puede pasar a un partido político; peor aún que decir sólo sandeces trufadas de solemnidad o de sarcasmo. Como daban por descontado que el Estatuto encallaría y que el anuncio de ETA no se produciría, cargaron toda la munición y dirigieron todos los cañones, bien flanqueados por la prensa y la radio adictas, en una sola dirección: este Gobierno, arrastrado por sus cómplices, nos llevaba directamente a la ruina.

El PP ha construido desde hace año y medio su estrategia política mirando hacia atrás con ira, en un intento de negar a los socialistas las dos legitimidades que los franquistas de ayer y de hoy negaban a la República, de la que en unos días se celebrará el 75º aniversario: la de origen, puesto que habían conquistado el Gobierno en unas elecciones espurias, y la de ejercicio, puesto que habían entregado, o estaban a punto de entregar, a España en manos de sus enemigos. Una estrategia unidireccional que les ahorraba pensar qué salida darían ellos a los problemas pendientes. Creían que con reivindicar su pasado y erosionar el presente ajeno arrancarían los votos que les permitirían volver al poder.

De pronto, todo ese andamiaje se ha venido al suelo. Fue suficiente el anuncio de ETA para evidenciar lo que ya estaba claro: que el PP había construido su posición en arenas movedizas, de esas que impiden avanzar. Su futuro no lo habían fiado a su propia virtud, sino a la mala fortuna del adversario, convertido en enemigo a destruir. Pero el adversario aparece de pronto vivito y rozagante, sonriente como es costumbre, pero nada prepotente, sino más bien magnánimo, tendiendo la mano y hasta solicitando colaboración, dada la magnitud de la tarea pendiente. Así las cosas, era impropio echar por delante al par de paladines de la era aznarista. Con sólo evitar su presencia, la mitad del camino ya estaba recorrida. Faltaba la otra mitad, la de reafirmar un liderazgo autónomo, no vicario, desvinculado, hasta donde las fuerzas propias lo permitan, de la losa del pasado. Y en este punto, Rajoy, que había desaprovechado incomprensiblemente una convención de su partido, ha conquistado cierto margen de iniciativa para marcar una posición propia.

Es posible que, si los populares aprovechan la pausa de Semana Santa para saturarse de Bach mientras mantienen la boca cerrada, se abra alguna oportunidad de moderada inflexión en su recorrido. Ya no habrá más en el debate la murga del Estatuto -y quien vuelva a situarlo en primer plano se llevará un buen palo- y nadie podrá entender que la gestión que se emprenda del desistimiento de ETA aparezca sembrada de trampas. Arrojados esos juguetes rotos, con las disparatadas lucubraciones sobre el 11-M, al cubo de la basura, el PP necesitará recomponer la figura, mostrar no sólo otro discurso sino otras caras, pasar en fin por algún tipo de renovación que permita al personal escuchar otras cosas dichas por otras personas.

¿Está preparado para eso? La tentación de comparar su actual situación con la crisis arrastrada por el PSOE tras la salida de Felipe González es elevada. Si aquel caso marcara una pauta, sería claro que sólo una derrota inapelable del candidato elegido digitalmente por el líder saliente abrirá la necesaria crisis, inevitable de vez en cuando en los partidos actuales, caracterizados por una gran uniformidad hacia fuera y por soterrados combates hacia dentro. Tal vez es lo que ahora esté ocurriendo dentro del PP: que su ala digamos más centrista, cansada también del par de paladines, y consciente de que por esa senda no hay futuro, comience a tomar posiciones con vistas a las siguientes elecciones. De que Rajoy pueda encontrar ahí una sólida base de poder propio y de dirección autónoma dependerá en buena medida su futuro.

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