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Reportaje:Golf | El jueves comienza el Masters

Las paradojas de Augusta

El campo más tradicional, más conservador, se remoza y se alarga para tratar de hacer frente a las nuevas tecnologías

Carlos Arribas

Severiano Ballesteros no estará hoy en Augusta. Se perderá esta noche una cena picante y de rechupete. En el menú, fajitas, quesadillas, nachos, fríjoles, burritos y jalapeños. Comida mexicana pasada por el tamiz y la técnica, dudosa -aman la grasa animal con locura, desdeñan el aceite de oliva-, de los cocineros del Augusta National Golf Club.

Es la comida favorita, este año, del estadounidense Tiger Woods, quien oficia de anfitrión por cuarta vez. Es la cena de los campeones, el tradicional ágape en el que sólo disponen de plato y cubierto aquellos golfistas que tengan una chaqueta verde en el ropero, o sea aquéllos que hayan ganado alguna vez el Masters, el primer torneo grande de la temporada.

"La defensa a la que [el club] debería aferrarse es la de los 'greenes':duros, rápidos, imposibles", considera Ballesteros
"Es ridículo, como si en el baloncesto subieran las canastas porque los jugadores son más altos", opina Olazábal
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"¡Bah! Total, ya habré cenado 30 años en Augusta", explica, cierto desdén, también cierta soberbia en su voz, Severiano Ballesteros, que, pese a su condición de invitado perpetuo como doble ganador, no participa en el Masters desde 2003 y no ha pasado el corte desde 1996, desde que tenía 39 años. "Y, además, yo sólo volveré al Masters para jugar. No me gusta comentar. Y sólo volveré a jugar cuando sepa que lo puedo hacer bien", añade.

"Pero... La tradición, las ganas de ver a los colegas, el placer que da estar en el Masters...".

Y Ballesteros, quien, para sentirse más a gusto consigo mismo, confiesa que ha estado practicando últimamente con drivers de madera, antiguos, de punto dulce mínimo, de casi imposible manejo para los golfistas de hoy en día, le mira a uno de arriba abajo, como preguntándose de dónde habrá salido este chalado, de qué me habla usted, y prefiere callarse.

Sin embargo, tradición, costumbre, hábito, es sinónimo de Augusta, del club reaccionario que alberga la primera cita anual del Grand Slam del golf. Es su bandera. Una bandera a la que se saca brillo todos los años, sin miedo a la repetición.

Al llegar a Augusta, todos los años se le pregunta a José María Olazábal, 40 años, dos veces ganador de la chaqueta verde, qué siente al enfilar Magnolia Lane, la calle flanqueada de magnolios que desemboca en el club. Se le pregunta que si está emocionado. Se le exige que valore el brillo, el esplendor, de los capullos, de los macizos de azalea que adornan los hoyos más vistosos. Es el orgullo de Augusta.

El silencio de Ballesteros dura poco. Basta con preguntarle si no cree que todos los cambios que ha emprendido Augusta en los últimos años, todo el proceso de cambio del campo -desde 1997, desde el primer año en que Woods lo desnudó, el recorrido ha sido endurecido con rough, las calles han sido estrechadas con la plantación de decenas de pinos y más de la mitad de los hoyos han sido alargados, seis este invierno, con lo que un campo medio, que en 1997 medía 6.400 metros, se ha transformado en un campo largo y estrecho de 306 metros más-, no es en el fondo una traición a la tradición tal y como han dejado ya caer los norteamericanos Arnold Palmer y Jack Nicklaus, dos de los tres dioses del golf creados en Augusta, para que Ballesteros recupere su ser sanguíneo y se lance a hablar.

"Sí", dice Ballesteros; "ya sé que dicen en Augusta que es la única manera de mantener el equilibrio del campo, la única forma de adaptarlo a los nuevos tiempos, éstos en los que la tecnología aplicada a las bolas, al diseño de los palos, a los nuevos materiales, y en los que la nueva raza de golfistas hace que todos sean atletas, bichos de gimnasio y músculo... Que los jóvenes alcancen con el driver más de 270 metros. Y que, además, con los drivers metálicos, con el punto dulce tan gigantesco, lo hagan sin apenas posibilidad de error. Total, que, normalmente, les queda un segundo golpe para el blaster, para un palo con una cara de 60 grados que es como un juguete, que les permite fácilmente elevar la bola lo que quieran, darle el retroceso necesario para acercarla a la bandera. No, los jóvenes de ahora no saben manejar los hierros largos. No los necesitan. Por eso la mejor defensa que ha tenido siempre Augusta, la defensa a la que se tiene que aferrar, es la de los greenes, los greenes rápidos, duros, imposibles. Es lo que marca la diferencia entre Augusta y el resto".

Evidentemente, Ballesteros sabe de qué habla. Es, junto a Nicklaus y el también estadounidense Tom Watson, de los pocos que ha ganado la chaqueta verde sobre las dos hierbas de los greenes de Augusta. En 1980 y 1983. Sobre la densa, irregular, mezcla de bermuda y rye, una hierba a la que la base arcillosa de los suelos de Georgia confería características diabólicas e imprevisibles, y sobre la bent grass, la hierba que se plantó en 1981, más regular, más corta, más rala y, también, más dura.

Como también sabe de qué habla Olazábal, un jugador que no se ha conformado con lamentar su suerte de pegador medio, de especie en vías de extinción, y que ha buscado vía gimnasio, los músculos necesarios para aumentar su longitud. "Pero es paradójico que para proteger el campo de los pegadores alarguen más la longitud, beneficiando así a los jugadores largos, precisamente, sobre los demás", explica el ganador en 1994 y 1999; "es como si en el baloncesto dijeran que ahora hay jugadores muy altos y subieran más arriba las canastas; ridículo".

Olazábal, el hombre de los viernes -dos rondas de 64 golpes ha firmado este año en las segundas jornadas, tarjetas que le han permitido luchar por la victoria el fin de semana- estará de nuevo en Augusta, como también estará Miguel Ángel Jiménez, el impasible. Como estará también Sergio García, que ya tiene 26 años y se dice más maduro, el del look a lo Kevin Costner, con perilla y melenita; el jugador que quiere acabar con su última leyenda, la de los domingos negros. En ninguno de los cinco torneos que ha disputado este año en Estados Unidos ha logrado bajar de los 73 golpes en la última ronda, la decisiva. Si los jueves, el primer día, su media es de 69,4, los domingos asciende hasta los 75.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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