De vivos y muertos
Rafael Azcona ha salido del armario. Así entiende su amigo García Sánchez la presencia de Azcona en foros, debates, televisiones, radios y festivales. Recibió un homenaje en el Festival de Málaga -él asegura que sólo acude a recoger los premios que tengan dotación- y sigue en la brecha con sus 80 estrafalarios años. Como un niño grande, modelo antirrepelente; un talento a punto de cumplir 80 años políticamente incorrectos. Por invitación de Andreu Buenafuente y Carlos Francino estuvo en la radio, en la SER, en Radio Madrid. Después de compartir su ingenioso, corrosivo o tierno, cuando toca, sentido del humor, le acompañé por esos pasillos de unas obras de nunca acabar -"esta emisora se está pareciendo a Madrid", comentaba mientras nos acercábamos a la salida-. Muchos recuerdos conserva Azcona de esa casa, de esa radio. Unos estudios que conoció en una época en que sus programas de entretenimiento, sus teatros, sus cómicos y sus concursos ponían un poco de color a un paisaje gris. Azcona, como un personaje extraído de Historias de la radio, también se presentó a uno de aquellos concursos. "Debía de ser en mis años de pensión, de vivir en el café Comercial; de penurias festivas, eróticas y culinarias. No recuerdo las preguntas ni quién las hacía, pero el caso es que yo gané un concurso. Y no era un mal premio: una gallina". Una gallina viva y coleando que parecía decir cómeme.
Azcona mira todo desde su peculiar sentido del humor. Una forma estrafalaria de la lucidez. Una de sus primeras novelas se llama Los muertos no se tocan, nene. Está dedicada a las pompas fúnebres, "sin cuyo concurso la Muerte no sería una cosa de tanto lucimiento". Lo recuerdo al comentar con Luis García Montero la noticia de que los familiares de dos de los fusilados con García Lorca en el barranco de Víznar irán al juez para pedir las exhumaciones. Quieren un entierro digno para sus abuelos, el banderillero Antonio Baladí y el maestro Dióscoro Galindo. Es su voluntad, tienen sobradas razones para querer dignificar su memoria. Sus restos estarán entre otros cientos de personas que allí fueron fusiladas. Estarán, seguramente, muy cerca de los restos de Federico, en cuya compañía fueron fusilados una madrugada de agosto de 1936. Nada pudieron hacer las peticiones de clemencia del músico Manuel de Falla ni las inútiles 1.000 pesetas que el padre del poeta pagó a los asesinos de sus hijos sin saber que ya había sido fusilado: la vesania de aquellos asesinos no conocía la clemencia ni la dignidad. En aquel barranco, al lado de la Fuente Grande, en el término municipal de Alfacar, han estado los restos de algunos centenares de hombres dignos, de gente del pueblo y del poeta, durante estos 70 años. Allí arrojaron el cadáver del poeta y de sus compañeros de muerte. Vestidos, arrojados a una fosa común, así fueron abandonados. Al poeta, después de asesinarle, también le quitaron un paquete de cigarrillos Lucky que llevaba en su bolsillo. Allí, entre las sombras de los pinos, cerca de un monolito que les recuerda, en un espacio abierto y emocionante, hemos recordado muchas veces la ignominia y el crimen. Es un lugar digno, hermoso y emocionante. A los familiares de García Lorca no les gustaría que aquellos huesos, que los restos de su familiar cambien de lugar. No quieren monumentos ni pompas fúnebres. Es un buen lugar para mantener viva la memoria.
En compañía de García Montero he conocido aquel lugar. Me emocionó, emociona a todos los que aman la libertad, a los que quieren mantener viva la memoria del poeta, de los banderilleros, del maestro y de otras gentes del pueblo que fueron vilmente asesinados. Tampoco García Montero, ni otros muchos que no somos de la familia, creemos necesarias esas exhumaciones. El recuerdo no necesita más tumbas. El recuerdo permanece en aquel barranco de manera indeleble, en un espacio casi intocado. Allí se emocionó la escritora Margarite Yourcenar cuando quiso conocer el lugar del crimen. Escribió un hermoso texto de aquella visita. Conozco y entiendo las razones de que la familia Lorca se niegue a que se trasladen sus restos -un excelente artículo publicado en este periódico por Andrés Soria Olmedo lo explica mejor que nadie-, también se pueden entender las razones de los familiares que piden las exhumaciones. Lo que no podríamos entender es que allí, en aquel parque, en aquel barranco, se construyan viviendas sobre esos muertos sin sepultura. Ojalá no sean ciertas las sospechas de algunos granadinos. Nunca olvidaremos a los muertos, aunque su muerte no tenga el lucimiento de las pompas fúnebres.
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