Un mito contado por sí mismo
Hay muchas razones para recomendar este libro breve y luminoso -que es lo único que contó Darwin sobre su vida, por ejemplo, o que lo contó creyendo que no iba a publicarse, y con el estilo de un buen periodista, y que por tanto no hay un solo párrafo que no diga algo revelador, curioso o divertido-, pero me voy a centrar aquí en la más sutil de esas razones, porque seguramente es también la que más interesará a los lectores de la tercera cultura, aquéllos sin un interés previo en la biología o la evolución.
Charles Darwin estudiaba en la Universidad de Edimburgo, a los 17 años, cuando conoció al doctor Grant, algo mayor que él. "Era un hombre de modales secos y formales que escondía una gran vitalidad bajo su coraza externa. Un día, paseando juntos, me expresó con gran entusiasmo su admiración por Lamarck y sus puntos de vista sobre la evolución. Le escuché con silencioso estupor".
AUTOBIOGRAFÍA
Charles Darwin
Traducción de Isabel Murillo
Belacqua
Barcelona, 2006
156 páginas. 15 euros
Para entonces, el joven Charles ya había leído en casa la Zoonomía, un asombroso y delirante libro de su abuelo Erasmus Darwin, el célebre poeta y gourmet de la alta sociedad rural de la Inglaterra dieciochesca. El abuelo Erasmus -al igual que el naturalista francés Lamarck, pero incluso antes que él- había defendido allí que la exuberante variedad de especies vivas que vemos a nuestro alrededor ha evolucionado, en realidad, a partir de una sola forma simple y primordial.
Al joven Charles le entusias
maba aquella idea, pero sabía que era una herejía religiosa y científica, y se llevó una enorme sorpresa al oírsela defender con vehemencia al doctor Grant, un zoólogo serio al que admiraba de veras, y al que seguiría admirando hasta el final de sus días. Quédense con la palabra "herejía".
De chaval tenía rasgos de trilero -confiesa que escondió un montón de frutas que había cogido meticulosamente de los árboles de su padre para después hacerse el héroe gritando ante la familia: "¡Nos han robado la fruta, y he logrado encontrar dónde la han ocultado!"- y siempre supo que inspiraba en los demás una extraña confianza, estuviera o no justificada. Sus primeros trabajos científicos muestran su delectación en ver aquello que los demás tenían delante de las narices, pero que habían interpretado de la forma exactamente contraria a la correcta: unos llamados "huevos de Flustra" que en realidad eran larvas, y unas llamadas "larvas de Fucus" que en realidad eran huevos. Y el cuadro se redondea con el asunto de la caza, y de la culpa.
Siendo muy pequeño, Darwin pegó a un cachorro "por el simple hecho de disfrutar de la sensación de poder", y siempre se sintió culpable por ello. De chaval se aficionó apasionadamente a la caza: "Qué bien recuerdo cuando maté mi primera agachadiza que la emoción que sentí era tan grande que me temblaban las manos y tuve grandes dificultades para recargar la escopeta". Ya estudiando en la Universidad de Edimburgo, los otoños los dedicaba a cazar: "¡Cómo me gustaba la caza! Aunque creo que debía estar algo avergonzado de mi entusiasmo, pues intenté incluso convencerme de que la caza era casi una tarea intelectual".
Ése fue, probablemente, el
mismo mecanismo de defensa que utilizó el creyente Darwin, hombre de poca fe, cuando las primeras dudas racionales asaltaron su mente durante el último año de la travesía del Beagle. Dios no parecía haber hecho las especies una a una. El abuelo Erasmus y el francés Lamarck parecían tener razón en eso, aunque no en los motores de la evolución que habían propuesto. Y Darwin iba a mostrar al mundo lo que el mundo había tenido siempre delante de las narices sin saber verlo: que no hay más Dios que el azar. La idea le gustó tanto que tardó 20 años en convencerse de que era casi una teoría publicable.
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