_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La luz

La primavera cae sobre Granada como una ilusión bajo sospecha. La nieve está muy cerca, pone su hermosa tachadura blanca en el horizonte y nos recuerda que el frío vigila detrás de la puerta, dispuesto a intervenir en cuanto el sol y la ciudad se descuiden. Durante días no sabe la gente que ropa vestir, cómo salir a la calle, cómo dialogar con los termómetros. Las conversaciones de la piel con el clima son difíciles, porque la temperatura responde a una trama de inseguridades y rencores que se templa y se destempla de forma imprevisible. A las doce de la mañana puede hacer mucho calor, y los cuerpos sienten la tentación de vivir con espíritu de julio, abriéndose a la agradable libertad del desnudo callejero. Poco a poco el azul de la buena tarde adquiere el color de una pizza congelada, baja la nieve a las plazas, a las esquinas con viento, a las ventanas abiertas. Uno se ve devuelto a los días de enero, con la carne de gallina y un melancólico deseo de acudir a los abrigos. Nunca se puede estar seguro en Granada, nunca debemos fiarnos de los cielos alegres a finales de marzo y principios de abril. No hay que precipitarse a la hora de guardar en los armarios el servicio de vigilancia de la lana gruesa. La primavera abre un campo de rumores, porque todo llega en voz baja, y la naturaleza enseguida pide perdón si se le escapa un grito. De la Alhambra llega el murmullo de que está cambiando el tiempo, los jardines cotillean en el color de las flores, pero la investigación de las nubes pide prudencia y avisa, advierte, recuerda. El proceso será largo, no conviene echar las campanas al vuelo, en cualquier momento el sigilo de las temperaturas esperanzadas puede acabar en un frigorífico. Sin embargo, en medio de las dudas y los secretos, la luz se va dorando, se convierte en vida cotidiana, en árboles que pierden la timidez, en corros de madres jóvenes a las puertas de los colegios, en turistas nórdicas con voluntad de sur y en cuerpos gobernados por su propia carne, por sus brazos desnudos, por sus hombros sin cautelas.

El frío nunca toma la decisión de irse de Granada, pero la vida y la gente consiguen echarlo de las calles. Una red de ilusión, de luces osadas, de naturaleza que no se detiene, acaba extendiéndose por la ciudad. El árbol apoya a la ventana abierta, el sol de las plazas da la razón a la turista desprotegida, los jardines del río Genil se asocian con las adolescentes que salen del colegio de Las Brujas, y el mundo recobra una olvidada confianza en sí mismo. Cuando la vida da testimonio de su ilusión, cuando se hace realidad en las mañana de trabajo y las cafeterías, en los semáforos y las paradas de autobús, en los despachos y los teléfonos, la vida acaba saliéndose con la suya. Si la primavera acaba llegando a Granada, me atrevo a afirmar que el fin de la violencia de ETA puede llegar a España. Pero hay que empezar por creérselo, dejar que la ilusión sea una realidad palpable, se haga un hueco en la consabida prudencia, en la cautela necesaria, en la sospecha. Las víctimas del terrorismo de ETA se asociaron, y más allá de las manipulaciones políticas han conseguido que la sociedad tome conciencia de su drama y valore su dolor y sus sentimientos a la hora de tomar decisiones políticas. Tal vez sea necesario que la sociedad civil ponga en marcha una red de esperanza, una declaración de intenciones y de ilusiones, una inercia que afirme la paz. Las cautelas son buenas en las palabras y los hechos de los políticos. Pero una clara decisión de luz y de primavera en los ciudadanos tampoco estará de más, y jugará su papel en el largo proceso, en el final de las pistolas, en la superación de las mezquindades políticas. La apuesta por la primavera debe ser más fuerte que la barbarie de los terroristas y el electoralismo curvo y cuervo de algunos políticos. El frío vigila detrás de la puerta. Los ciudadanos debemos empezar por creernos que la paz es posible, que no se trata de una maldición divina, que un día dejará de llover y saldrá el sol. Me parece oportuno salir en este caso sin abrigo a la calle.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_