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Columna
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En compañía de halcones

Ayer comí en compañía de tres halcones. Mientras daba cuenta al sol de un menú de mediodía, en la terraza improbable de un restaurante situado en el ático de un edificio de oficinas, ellos planeaban muy cerca de nosotros, yendo y viendo desde el alféizar de un ventanuco abierto en el muro de enfrente hasta el palo metálico de una antena, sobre la que se posaban con tal despreocupación del vértigo que su pequeña figura dibujaba contra el cielo la viva imagen de la libertad. Sentí un admirado respeto por su dominio del espacio. Quizá tuve envidia de los halcones. Se comunicaban entre sí a través de un lenguaje tan articulado de matices que nos preguntamos qué se estarían diciendo; era evidente que trataban algún asunto de su incumbencia incomprensible para nosotros, pero que nos apasionaba aún más por la aparente facilidad de la que su contenido dotaba a sus movimientos: sabían lo que se decían y parecían actuar en consecuencia. Con ellos, el cielo que apenas vemos era un poco más nuestro, y diría que su manejo del aire oxigenaba nuestros oscuros pulmones. Alrededor de la mesa, surcada de macetas en las que sobrevivían esquejes de almendros en flor, comenzaron a aparecer gordos y brillantes moscardones. La indiferencia que nos mostraban era tan manifiesta que nuestra precaución hacia ellos tenía algo cómico, algo relacionado acaso con una vulnerabilidad nuestra más cercana a las fantasías de la infancia que a la experiencia real de otros peligros adultos que nos acechan a diario, también negros pero sin forma de moscardón. Para cuando apareció la avispa, que sí sembró un temor cierto a su paso por entre platos y cabezas, yo ya encontraba una bendición en todo cuanto volara, avispa incluida. El sol me teñía el escote y noté cómo bombeaba en calma mi corazón.

Recordé entonces las palabras del cardiólogo Valentí Fuster "sobre el olvidado arte de vivir sano", en su visita a España para presentar el libro La ciencia de la salud. Las recordé (mientras saboreaba, eso sí, un cigarrillo) porque también a mí, como a él, me esperaban tras los postres unos cuantos e-mails por responder. Dice Fuster que recibe 150 e-mails al día, que naturalmente no puede contestar pero que le crean un constante desasosiego que se acumulará mañana con el que le produzcan los siguientes 150 e-mails que reciba. Lo llama la enfermedad del e-mail, e insiste en que vivimos estresados para advertirnos de que el estrés causa muchas enfermedades coronarias y también depresión (que es como si fuera otra enfermedad del corazón). Lo más lúcido de sus conclusiones es que los remedios que propone son, en consecuencia con sus planteamientos, puramente filosóficos: el aire libre, las emociones y la felicidad son un seguro de vida frente al sistema de vida sedentario, la falta de tiempo y la acumulación de e-mails. Por eso lo recordé contemplando a los halcones, al moscardón y a la avispa junto a los humildes tiestos con almendros en flor.

Pero también recordé otras noticias. Recordé los cientos de árboles centenarios talados en la ribera del Manzanares para hacer más carriles de tráfico en la ciudad. Recordé el proyecto de autovía en la carretera de los pantanos, donde ha aparecido un excremento de lince que Esperanza Aguirre considera de dudosa procedencia, pero cuya sola presencia tendría que ser símbolo suficiente de que no queremos más carreteras porque apenas nos queda espacio natural con el que prevenir el avance de nuestra enfermedad, la que diagnostica Fuster. Recordé a las focas brutalmente asesinadas en Canadá.

Recordé, en fin, el fracaso de la octava Conferencia de las Partes sobre Biodiversidad, que acaba sin acuerdo para frenar la pérdida de especies animales y vegetales amenazadas de extinción, un 4% del total existente. Son noticias deprimentes cuyo recuerdo me produjo tal dolor de corazón que tuve que apurar un rato más al sol en la terraza improbable. Encendí otro cigarro. La avispa se había perdido de vista y uno de los moscardones estaba detenido, inclinado sobre una flor tan pequeña que, contra la inmensidad industrial de la vista extendida desde el muro del ático, parecía aún más esencial. Y volví a la contemplación de los halcones. Ahora volaban juntos y esperaban posados al que se rezagaba. Se decían no sé qué con música sofisticada. Cuando enfilaron por entre los edificios y ya no pude verlos, aplasté la colilla y me fui a responder e-mails.

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