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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La primavera

Jordi Soler

La palabra primavera tiene una pesadez latina que en su equivalente inglés, spring, recupera el júbilo y la alegría de la estación. Los días templados y llenos de flores y reverdecimientos tienen más que ver con este vocablo inglés, spring, que suena al salto que da una cosa viva (uno mismo incluido) de la penumbra del invierno a la luminosa primavera. La estación suele llegar con un desfile de niños que cada padre, abuelo o tío experimenta en el patio de colegio que le ha tocado en suerte. Yo fui al que me tocó, como cosa viva emergiendo de las penumbras del invierno, invitado por mi hijo, que para la ocasión se disfrazó, junto con la mitad de sus compañeros de clase, de "Polo Sur". No estoy seguro de las comillas con que he enmarcado el disfraz porque al ver a los niños desfilando, con ese paso tan antártico, tuve la sensación de que, más que ir disfrazados, eran el Polo Sur. La otra mitad de la clase, un grupo más boreal, iba disfrazada de "Polo Norte".

Como cada niño lleva un pariente, estos desfiles de la primavera acaban pareciéndose a las presentaciones de libros, donde el número de personas que ejecuta el acto es exactamente igual al de las que van de público, salvando, claro, las dimensiones de cada evento: en la presentación dos hablan y dos aplauden, y en el desfile de la primavera marchan 200 mientras 200 los contemplan.

Los refranes, que son también cosa viva, experimentan de igual modo un soplo vital en primavera, miremos este que entre verano e invierno reza así: "Trece: el rabo te crece", y que en primavera goza del siguiente upgrade: "Trece: el rabo te crece y te reverdece". Pues bien, así como la espesa primavera tiene sus diferencias con la cantarina spring, también la entrada de la estación, según la latitud, se celebra de forma distinta, y aquí recurriré a un ejemplo extremo, al de la celebración del equinoccio de primavera en México, donde, como marca una ambigua tradición que va a caballo entre lo new age y lo prehispánico, hay que vestirse de blanco como Moustaki, luego escalar la pirámide del sol que está en Teotihuacan y una vez arriba, o en uno de sus flancos pues siempre se atiborra, dar rienda suelta a pensamientos positivos aprovechando que ese día todo renace o reverdece. El resultado visible de aquellos días de la primavera es la pirámide del sol sepultada debajo de una masa de cosas vivas y blancas, uno que otro desbarrancado y algunos que por adornar con cubatas el rito lo tuercen todo y la cosa termina en fiesta punk, un desastre en suma donde la cantarina spring ya es al mediodía sprung (colchón de resortes), en la tarde sputter (un pernicioso chisporroteo) y en el ocaso un sputum. Al ver estos ritos contemporáneos, y a toda esa gente trepada en la pirámide, hambrienta de creer en algo, dan ganas de preguntar: ¿y no sería más fácil ir a misa?

Hace unos días, a bordo de un avión de puente aéreo, leí esta idea sobre la primavera y el otoño que escribió Francesc Pujols en esa rara novela titulada La tardor barcelonina: "El vestit de la primavera és verd amb grans brodats de roses i forrat d'or. Aquest vestit girat al revés és la tardor, l'or del forro". Iba volando rumbo a Madrid, con el interior de la nave en calma y los pasajeros ocupándose de sus cosas, leyendo el periódico, apuntando sentencias en un cachivache electrónico, dormitando contra la ventanilla o mirando ociosamente el anuncio luminoso que prohíbe fumar, todos sosegados y en silencio, mientras yo brincaba de las líneas de Pujols a las vistas de pájaro que ofrecía la ventanilla e iba comprobando, a medida que nos acercábamos a Barajas, que La tardor barcelonina es una novela para leer en primavera y que se lee completa en los 50 minutos que dura el vuelo de Barcelona a Madrid. Pujols sostiene que así como otras ciudades tienen cuatro estaciones, Barcelona es la ciudad de las cuatro primaveras y que el otoño no es más que una primavera dorada. Justamente cuando comenzábamos el descenso, leí esta línea notable : "Podem dir que estimem a una dona, no quan ens trobem bé amb ella, sinó quan ens trobem malament sense ella". Y esta otra que me hizo reír a carcajadas precisamente cuando el avión tocaba tierra: "Al notar que plora, jo també em poso a plorar, i li pregunto per què plorem".

Regreso al festival de primavera en Barcelona, a ese patio de escuela donde 200 padres contemplábamos a 200 niños, y donde los disfraces de polo sur y polo norte alternaban con otros igualmente ingeniosos, aunque más concretos, como el de una clase donde iban todos disfrazados de manzana comida por un gusano, u otros que iban de elefantes con el cuerpo totalmente cubierto de cartulina y que provocaron cierto desasosiego en los padres que querían fotografiar a su hijo y no hallaban cómo reconocerlo, o los que iban de arbusto y juntos constituían un breñal de niños con ramas de la cabeza a los pies, un disfraz temerario que se prestaba a situaciones chungas, como la de un niño con la vista nublada por su propio ramaje que perdió el rumbo y comenzó una deriva que lo tuvo 10 minutos de un lado a otro del patio, o la de una abuela que confundió a su nieto con un ficus y durante unos segundos protagonizó un tira y afloja con la jardinera.

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