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Columna
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Verduras de las eras

Todos hemos sido jóvenes, hasta el más imbécil. Con una contumacia que se transmite de generación en generación parece que el asunto de la florida edad fuese algo ganado a pulso, heredado a perpetuidad, escalafón congelado y vitalicio. Y, no. Es un tramo accidental, que todo superviviente traspasa sin remedio. La única posibilidad de permanecer en tal estado es la muerte prematura, algo que en otros tiempos se producía en el fenómeno llamado guerra, donde solo los generales morían en la cama.

Tenemos revuelta a la juventud: En los Estados Unidos harta, precisamente, de conflictos armados solo justificados por la victoria que no llega. En Francia, intentando un revival del 68, diseminando por las calles a los estudiantes, que son la avanzadilla de las revoluciones, porque suelen tener una casa donde volver a cenar y una cama para recuperar energías. Sería patético ver al antiguo protestatario, hoy cumplidos los sesenta, con una bufanda de punto y un adoquín en la mano. Es posible que alguno de los que ayer volcaban e incendiaban automóviles sea un nieto de las barricadas.

En este mismo periódico unas lectoras, presuntamente estudiantes, se escandalizaban porque, "en estos momentos estudiar una carrera no garantiza encontrar un puesto de trabajo". Ni en éstos ni en ninguno. La formación académica es una etapa. Desde la lejanía en que nos va hundiendo la senectud, intentamos comprender a quienes son hoy como nosotros fuimos y, sistemáticamente, comprobamos que hay siempre un abismo generacional que se renueva y nutre con el transcurrir del tiempo, ese impío e implacable manipulador. El revulsivo que agita a los veinteañeros se muestra entre nosotros con otra forma, menos intelectual, todo hay que decirlo. El botellón es la ideología y la frasca de calimocho su bandera. No lo tomemos a broma, ni tampoco demasiado en serio. En Madrid, de no afrontar el delicado problema con mucha habilidad, las incomodidades pueden llegar a peores extremos. La prohibición tajante y por las bravas tiene escasas posibilidades y lo que, por ahora, es un breve choque con los guardias podría derivar en lamentables consecuencias. Se trata de un enfrentamiento entre la gente de sangre caliente y el sector mayoritario de la sociedad, que defiende su sosiego, turbado por infinidad de incidentes. Quienes viven en calles muy céntricas, han tenido que soportar, hasta hace bien poco, el estruendoso paso de los camiones que recogen la basura, un martirio que ha tardado largos años en remediarse.

Lo pintoresco reside en la argumentación de economía personal que esgrimen los muchachos y muchachas: Por 15 euros pueden agarrar una moderada trompa en la calle, pero no da apenas para una copa dentro de un bar. A mi no me salen las cuentas, porque en cualquier excelente bar del barrio de Salamanca una copa de vino de Rueda o de Rioja, bien colmada, me cuesta unos tres euros; no paso de dos, por incapacidad física, pero en mi juventud, cinco vasos, generosamente servidos, alegraban las pajarillas. Entiendo mal que el meollo sea la carestía, como si hubiera un listón genérico y fuese indispensable sobrepasarlo para sentirse a gusto y feliz. Me temo que los dispensadores de bebidas, a esas altas horas, no solo les cobran por encima de lo justo -incluida música y recinto- sino que hacen algo más criminal: les dan bebida de mala calidad y eso atenta contra el hígado y la dignidad.

Recuerdo que un pariente muy próximo, inducido por amiguetes de mayor edad, tomó varios botellines de cerveza, cuando apenas tenía 12 años. Al llegar a casa, mareado, se sintió mucho peor al echarse en la cama y devolvió la primera papilla, dolorido y avergonzado. No le hice el menor reproche, me reí de él y de su lamentable y ridículo estado, mientras soportaba su compungida y vidriosa mirada. Han pasado bastantes años, supongo que se toma sus copichuelas, pero jamás le vi embriagado.

La juventud, verduras de las eras, es un tesoro fugaz y muy equitativamente repartido, aunque sospecho que sería perder el tiempo descubrir que el futuro de esa juventud no es otro que, en el mejor de los casos, la vejez. Cuestión de tiempo.

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