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Columna
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¡'Botellón'!

Jesús Ruiz Mantilla

Anda el personal sulfurado estos días a causa de los botellones hispanoglobalizados. A todos nos han causado gran impacto esas legiones de jovenzuelos y adolescentes con garrafas de plástico repletas de calimochazo, con tetrabricks atiborrados de sangría, con licores dulzones, brebajes de Fanta y alcohol de quemar y mangueras con las que calmaban a base de cervezona su sed de impotencia a lo largo y ancho de toda España. A fe que en Madrid no extraña ya ver en un parque y en cualquier acera un tanto apartada a un grupo de chavales con su reunión de andar por casa, bebiendo a morro, poniéndolo todo perdido -eso sí, porque guarros son un rato-, con las manos en los bolsillos, el cigarrillo fumado en dos tiempos, trabajándose algún beso furtivo o quizá imbuidos en alguna conversación trascendental que les haya conducido de la gordura de Ronaldo a plantearse el sentido de la vida, sin saber qué extraño zigzagueo les ha colocado a los pies de los lugares más trascendentales de sus neuronas.

Pero lo que a mí de verdad ha llegado a sulfurarme no es tanto ese gusto por el vicio, esa búsqueda de la diversión extralimitada al alcance de sus bolsillos, empapada para algunos por una especie de nihilismo. Lo que me ha parecido de hacérselo mirar son algunas interpretaciones de popes, de tertulianos de tres al cuarto, de sesentones con derecho divino a juzgar y prejuzgar a una juventud para ellos perdida, desviada del camino, sin rumbo, sin faro. A una juventud aparentemente tan alejada de la suya, aquella inmaculada, libre de todo pecado acomodaticio, que les llevaba a la protesta permanente en pos del bien común y por una causa justa.

Vamos a ver. Primero, que me expliquen por qué el botellón no es una nítida forma de rebelión, una manifestación en toda regla, una manera tajante de inconformismo, aunque sólo sea por el número de efectivos de la policía que ha desplegado estos días a través de toda España o porque ha puesto en guardia al Gobierno, Ayuntamientos, empresas de seguridad, padres de familia, barrenderos, servicios de urgencias de los hospitales y ambulancias del Samur. ¿No es suficiente causa ya ésa como para que los profesionales con derecho exclusivo a la protesta callejera universal, como lo fueron los tabarras del 68, se planteen que algo nos quieren decir, que hay un mensaje latente debajo de cada botellón convocado por SMS e Internet en esta nueva era de la octavilla cibernética?

Se me han doblado estas semanas las orejas de tanto escuchar la cháchara de los reyes de las ondas, tomadas por esos monjes venidos, según ellos, de las hordas antifranquistas, que hoy sermonean a sus hijos, y quizá algunos de ellos a sus nietos, sin ser conscientes y haciendo poca justicia de lo que realmente representa hoy la juventud española. También he echado de menos en los medios a alguno de esos jóvenes descarriados del rebaño medio ahogado en tintorro barato y ginebra de oferta para que me cuenten su verdad, que la tienen.

No está de más dejarles explicarse en iguales condiciones. Puede que si abrimos todos un poco los ojos y agudizamos el oído encontremos las respuestas en algunos signos impepinables que también definen a ese magma ideal, a esa pasta de células saltarinas y bailongas de la que la mayoría jamás hubiésemos querido escapar.

Esa despreciable caterva de niñatos que desgastan su tiempo y su vida tirados por los parques, morreándose y provocándonos extraños latidos en una especie de rito ajeno a los dioses y a las normas establecidas es la que moviliza cada año a cientos de miles de voluntarios de ONG. También es la que limpió la mierda que soltó el Prestige mientras tú, tertuliano de la barba encanecida, atendías por televisión cómo te explicaban lo de los hilillos; la misma que salió a la calle a millones para declarar guerra a la guerra y la que se movilizó en las urnas, sin ningún signo de ese desencanto que te acorrala en tu preclara madurez, por cierto, contra la miserable mentira que quería sacar partido de los muertos.

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Esa que también, probablemente con resaca, una mañana de domingo, echó mano de una papeleta para dar una patada en el culo a un Gobierno que les pareció indigno mientras tú le recordabas aquellos tiempos gloriosos en que luchabas, a lo mejor con la bota de vino a cuestas, contra un dictador que acabó muriéndose en la cama. Así que, menos monsergas.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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