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Columna
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Aeropuertazo

Hay que emplear el aumentativo para referirse a la recientemente inaugurada Terminal 4 del aeropuerto de Madrid. Un rápido viaje de ida y vuelta me lo ha hecho conocer, cuando aún están en rodaje sus instalaciones. Consideración previa: las cosas van funcionando cada vez mejor, en lo que se refiere a la aptitud de los empleados de Iberia y de quienes se encargan de la infraestructura y atención al desorientado viajero.

Desde la primera vez que conocí el aeropuerto hasta ahora, han transcurrido más de sesenta años, cuando la compañía aérea se llamaba LAPE (Líneas Aéreas Postales Españolas), poco después de la Guerra Civil. Hasta bien cumplidos los años cincuenta aquello era un barracón donde esperaban los pasajeros en una elemental cafetería inmediata al lugar ocupado por las Aduanas, que consistían en un mostrador donde depositar las maletas y facilitar la tarea de los carabineros. El acceso a las pistas podía hacerse, a pie o en automóvil, levantando, a mano, una simple barrera de madera. El aeródromo de Cuatro Vientos siguió con su carácter militar de entrenamiento. Barajas era el término de un pueblo muy pequeño, por el que aún circulaban ovejas que se iban acostumbrando, poco a poco, al rugido de los motores Fokker. Como potentados del aire, los superconstelation, transformación de las "fortalezas volantes" de la guerra mundial, iban a Nueva York dando saltos en Lisboa, las Azores y Groenlandia.

Pasé, en aquellos años, por unos cuantos campos de aviación en Europa, Oriente Medio y América y recuerdo la agradable sorpresa que producía el pequeño de Ginebra, el más cercano a una gran ciudad, por entonces. Habían resuelto el problema del espacio reservando la superficie, forzosamente, para los aviones, pero el tránsito de los pasajeros se efectuaba bajo tierra, con pequeñas -comparativamente- troneras por donde se accedía a los aparatos.

Con rapidez, la aviación civil fue ganando importancia y se arbitraron todas las posibilidades para colocar los puntos de partida y llegada lo más cerca posible de las aglomeraciones urbanas, aunque las necesidades públicas solían ir siempre por delante de lo remediado. Quizá la experiencia de la guerra facilitó la dispersión de aeropuertos en el Reino Unido. Tras el primitivo Croydon se levantaron Heatrow, Gattwick y Luton, con distancias de más de 50 y 70 kilómetros con Londres. Grandes, capaces y a la medida humana. En el área de París se encuentran, al menos, dos grandes puntos de llegada y despegue, aparte de más de media docena de aeródromos deportivos y militares.

Parece que hay un empeño en devaluar la mayor ventaja de la aviación comercial, la velocidad, el ahorro de tiempo que ocasiona un viaje. El traslado hasta el aeropuerto, la facturación, el anticipo temporal por cuestiones de seguridad y lo que está siendo cada vez más frecuente: la conexión con vuelos de compañías asociadas, que inciden en la puntualidad tantas veces prometida y tan pocas observada y contribuyen al empleo suplementario de tiempo que neutraliza los 800 kilómetros por hora de un avión medio.

La Terminal 4 es un prodigio de arquitectura, de imaginación, de faraonismo, valores que, la verdad, el viajero ocasional o el frecuente estima en poco. Los altavoces, bastante bien reglados y el amplificado mensaje se entiende fácilmente. Nos advierten, con gran frecuencia, de la necesidad de no perder de vista nuestras pertenencias y uno se pregunta si los cacos adquieren el boleto de viaje y pasan los controles policiales, para afanar unos maletines o bolsas de última hora. Descargan las responsabilidades sobre el usuario, aunque queden excluidos los sordos y los ciegos. Reiteran que no se facilitará información acerca de las salidas y demoras de los vuelos, recomendando que no apartemos la mirada de los monitores. Es justo destacar que hay varios mostradores de información para despistados y un considerable número de cafeterías y autoservicios, cuya justificación se enfrenta con la idea de rapidez en un desplazamiento urgente.

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Parece muy extendida la opinión de que hubiera sido más inteligente, operativo y económico levantar un segundo aeropuerto en el área de Madrid, en Alcalá de Henares, Aranjuez o, ¿por qué no? Toledo, Soria o Ciudad Real. Trenes superrápidos conectarían con el centro de la capital, como se hace en los ejemplos citados de otros países. Se trataba de cosa distinta y muy nuestra: disponer de un aeropuertazo que no se lo saltase un gitano.

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