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EL LIBRO DE LA SEMANA

Manuscrito hallado en Brooklyn

TODO EN CAPOTE se tiñe de un modo u otro de literatura. Desde su sórdida infancia de David Copperfield sureño al descubrimiento de su valiosa ópera prima póstuma en 2004, Crucero de verano, en la que ya trabajaba mucho antes de redactar Otras voces, otros ámbitos (1948) y que cumple con el viejo tópico cervantino y gótico del "manuscrito hallado". Al marcharse de Brooklyn, quiso Capote que todo se arrojara a la basura, pero un listillo se lo guardó. ¿Un nuevo caso de aquellos "testamentos traicionados" a los que dedicó un libro Milan Kundera quejándose del apremio con el que albaceas, fiduciarios y parientes se avienen a sacar a la luz textos que sus autores condenaron al olvido? "Querido Max [Brod]: Mi testamento será muy sencillo, mi ruego de que lo quemes todo", escribe Kafka en 1921. Hacia 1951, Vera Nabokov salvó del fuego los borradores de Lolita que Vladímir quiso destruir. Caso Capote: a su íntimo Jack Dunphy Crucero de verano no le gustó. "Opinaba que era tenue, adjetivo que hace que un estremecimiento recorra la espina dorsal de cualquier escritor. Truman dijo: 'Pensaba que estaba bien escrita y que había buena prosa, pero no acababa de gustarme. Así que lo rompí". Y está bien escrita. Grady McNeil, esa nínfula nabokoviana que recorre sus páginas, libérrima y adinerada lolita en Manhattan, es el prototipo de la futura protagonista de Desayuno en Tiffany's (1958), Holly Golightly. Cuento de hadas neoyorquino, el relato nace iluminado por el amor adolescente y va oscureciéndose a medida que la oscura virilidad de Clyde, la sombra de la tragedia, trunca una Arcadia perversa. De repente, el último verano.

Aquí están ya sus brillantes comparaciones poéticas, el arte de la insinuación y esas precisas frases de relojero del Capote de los cuentos de Un árbol de noche (1949) y de sus novelas de madurez: "Al despertar se lo imaginaba en la orilla del lago, plantado entre los juncos como un pájaro del alba", frágil pompa de jabón que la frase siguiente revienta de golpe, "vamos, enciéndeme un pitillo", como si el narrador regresase a la trama después de disfrutar del estilo, que Capote vio siempre como la única religión verdadera.

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