El abrazo partido de Albers y Moholy-Nagy
En la deprimida Europa de la posguerra, el estatuto social del artista era parecido al de un caballero andante, un ser desterrado de sí mismo dispuesto a alzarse sobre las aguas maternales de la historia en busca de la orilla prometida, a donde no llegarían más náufragos del aborrecible capitalismo. "Mirar el mundo con ojos nuevos" era la consigna de dadaístas, surrealistas, constructivistas (los primeros que aprendieron "el heroísmo de lo real", la gran lección de Cézanne de romper con la gracilidad de la pintura), neoplasticistas y suprematistas.
Por entonces, un estudiante alemán recorría las calles y basureros de Weimar con una mochila al hombro y un martillo en busca de botellas rotas y toda clase de vidrios. Con 37 años, Josef Albers (Westfalia, 1888-New Haven, 1976) era un adolescente posmaduro que no perdía el tiempo asistiendo a las clases de pintura mural que le recomendaban sus profesores de la Bauhaus. Cuando esperaba que le expulsaran de la escuela, se encontró con que, por el contrario, sus vidrieras formaban parte de una exposición de trabajos estudiantiles. En 1925, fue nombrado "oficial de la Bauhaus", un estatus con cierto regusto medieval que definía una posición intermedia entre alumno y maestro. Albers era un estudiante mayor, más bien viejo. Pero su mente era una esponja. Consiguió trabajo en el departamento que dirigía un joven profesor del Vorkus (el curso preliminar de la escuela), László Moholy-Nagy (Borsod, Hungría, 1895-Chicago, 1946), mano derecha de Walter Gropius. Moholy era arrogante y pragmático. Despreciaba la pintura de caballete y auguraba que el cine y la fotografía serían los medios del futuro.
Albers & Moholy-Nagy constata la enorme influencia de sus obras en la producción artística norteamericana de la segunda mitad del siglo XX
A principios de los años veinte, Moholy era ya un activista radical que nunca dejó de lamentar la traición de los sóviets a "las necesidades materiales y espirituales de las masas necesitadas". Con su amigo Schwitters, construía collages con billetes devaluados. Con El Lissitzky, firmó en De Stijl el Manifiesto del arte elemental (1921) y ya mostraba en importantes galerías alemanas sus primeras composiciones abstractas hechas con materiales industriales.
Cuando Moholy-Nagy y Albers
se encontraron, el choque fue invasivo. Era normal en la atmósfera de la Bauhaus dominada por la creativa rivalidad de sus profesores (Kandinsky, Klee, Feininger, Schlemmer, Mies van der Rohe). La actitud de Moholy y Albers frente al trabajo cambió sustancialmente. Eran dos vasos comunicantes. Ambos abandonaron la representación "mimética" en favor de la abstracción. Moholy, el poeta extrovertido, el artista multimedia, decidió aparcar la ideología. Albers se convirtió en un "productor" y su obra empezó a responder a una sensibilidad mucho más industrial. Sus antiguas vidrieras se transformaron en paneles de cristal producido comercialmente sobre el que realizaba dibujos mediante la técnica del chorro de arena. El contraste se percibe en la sala que abre el recorrido de una exposición inédita, en la Tate Modern, y que ilustra el abrazo partido de dos artistas seminales de la Bauhaus: tres collages prebauhasianos de factura más bien rudimentaria, Rhenish Legend y Fensterbild (1921), o el más sistemático Park (1924), contrastan con la elegancia de Goldrosa (1926) y Steps (1931).
Fueron cinco años de colaboración, primero en Berlín, después en Dessau. Tras el auge del régimen nazi, sus vidas no volvieron a encontrarse. Albers emigró al sur rural de Estados Unidos para trabajar en el Black Mountain College. En 1950, pasó a dirigir el Departamento de Diseño de Yale. Moholy-Nagy creó una nueva Bauhaus en Chicago, y en 1944 fundó el afamado Institute of Design.
Albers & Moholy-Nagy constata la enorme influencia de sus obras en la producción artística norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Cada una de las 12 salas que agrupan dialógicamente 300 trabajos apunta a la exquisitez formal de dos creadores que abrieron las puertas del minimalismo, el op y el pop art y hasta el conceptual. Así, en este diálogo póstumo nos aguardan sorpresas: estamos ante una lección de modernidad, en sus últimas versiones, por parte de dos autores que demandan la participación activa del espectador, pues creían que el arte debía ser inmediato e inteligible, sin ningún tipo de aprendizaje académico previo: "El arte cristaliza las emociones de una sociedad, el arte es espejo y voz", escribió Moholy.
Moholy-Nagy tomó del constructivismo el principio de que el arte debía ser puro, crear relaciones entre componentes que carecían de cualquier referencia representacional. "Cada cosa tiene una forma, cada forma un significado". Su obra, fuertemente influida por los Prouns de El Lissitzky -de hecho, no era más que su desmaterialización-, ponía énfasis en la transparencia y la luz. Construidas con coloreadas formas opacas, sus geometrías parecen flotar unas sobre otras. Se puede ver en Construction Z I (1922-1923), donde existe profundidad pictórica pero no hay ilusión espacial.
Durante el paseo por la exposición, el espectador asistirá a un revolutum de medios: sus primeros fotogramas -fotografías hechas sin cámara que producen un solo original- y fotomontajes -The Eccentrics (1927) y Salomé (1926), una dura crítica al colonialismo-; esculturas de plexiglás (Leda y el cisne, 1946), pintura, diseño y la reconstrucción de Light Space Modulator (1930), una instalación que produce un espectáculo "cinematográfico" de luces, acompañada de los dibujos preparatorios. Las llamadas "pinturas por teléfono" (que, efectivamente, ordenaba hacer por teléfono), ediciones de libros de la Bauhaus y dibujos de alumnos hechos bajo su tutelaje, preludian las últimas obras que hizo confinado en la cama de un hospital, enfermo de leucemia; en ellas, Moholy trazó un paralelismo entre su patología y la cara oscura del progreso tecnológico, la era atómica.
Josef Albers cuestionaba con
igual convicción el poder de veracidad del medio fotográfico, pues creía que el momento de la verdad residía en el negativo "no visto" entre foto y foto. La Tate reúne buena parte de su producción fotográfica, así como diseños tipográficos, recipientes de cristal, metal y mobiliario. Pero la gran aportación de Albers al arte norteamericano nació de su concentración en las relaciones específicas del color dentro de cada formato. Algo que heredó de De Stijl. Así, la "relacionalidad" es la clave de su práctica y su pedagogía, su propia versión de la Bauhaus. "La pintura es el color actuando", escribió en 1948. Lo demuestra en Variants, conjunto de pinturas inspiradas por las casas de adobe mexicanas, o en su serie más conocida, Homenaje al cuadrado, decenas de telas que produjo durante quince años en las que reivindica la autonomía no sólo del color, también del comportamiento, disposición y tiempo del espectador, lo que le entroncaría con el minimalismo y le alejaría, definitivamente, del "ilusionismo" greenbergiano que adulteró la lectura de su obra.
La exposición en la Tate Modern tiene algo mejor: rescata al artista del rapto al que le somete la historia.
Albers & Moholy-Nagy. From the Bauhaus to the New World. Tate Modern. Millbank. Londres. Hasta el 4 de junio. Comisario: Achim Borchardt-Hume. Espónsor: BMW Ltd. Itinerancia: Kunsthalle Bielefeld y Whitney Museum.
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