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Columna
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Se secó Aqualung

Las salas de concierto son el punto erógeno de las ciudades. Las localidades más desinhibidas y gozosas son aquellas donde la música fluye intensa y repartida como un escalofrío. El organismo urbano sólo se reconoce sano y activo si palpita al ritmo de actuaciones capaces de transformar a la urbe entera en un ser receptivo, sensual y feliz. Mientras las ciudades se precintan en sus recias circunvalaciones, se expanden a espacios áridos, envejecen sus centros neurálgicos y se contaminan sus pulmones vegetales, cada vez son más vitales las zonas blandas, húmedas, lubricadas. Las salas de conciertos son ese órgano vivificador. La salud y la energía de una metrópoli, su tonicidad, está vinculada a la cultura. Las ofertas fotográficas, pictóricas, cinematográficas o teatrales de una metrópoli son un síntoma de la frescura de su relación, no sólo con el mundo, sino también con sus propios ciudadanos. Cuando una ciudad se ha mostrado culturalmente exuberante, como París a principios del siglo XX, Londres a mediados y Nueva York a finales de esa centuria, ha revitalizado su imagen y su estima, de la misma forma que una copiosa y satisfactoria actividad sexual reafirma y embellece todo un cuerpo.

Por eso, hoy Madrid tiene peor cara. La capital ha perdido uno de esos puntos erógenos que estremecían, sin querer, a toda la villa. El sábado pasado cerró la sala de conciertos Divino Aqualung, tras 13 años programando 715 conciertos por los que han pasado más de un millón de madrileños. Cada vez que cae definitivamente la cortina metálica sobre la puerta de un local de música en directo, Madrid se necrosa, se marchita un órgano sano, la posibilidad de otro orgasmo colectivo. En los últimos tiempos nos hemos quedado sin veinte salas míticas como Jácara, Rock-Ola o Morasol. Es cierto que se han abierto otros lugares, pero el balance es negativo. Este fin de semana, Madrid ha envejecido, se ha anquilosado, ha cedido lozanía y sensibilidad. Se ha muerto un poco.

Aqualung era un espacio de medio aforo que fichaba a importantísimos artistas nacionales y extranjeros que no consiguen llenar estadios pero que desbordan cualquier bar de copas con escenario. Desde Chuck Berry o David Bowie hasta The White Stripes o Wilco. Recuerdo memorables actuaciones de Willie De Ville, con el pie de micro serpenteado de rosas; The Stones Rose, intensos y breves; o Teenage Fun Club, precedidos de los pulcros Go-Betweens. Últimamente, el plan de concierto se redondeaba tomándote una entraña en el restaurante asturiano de enfrente a las dos de la madrugada. Tras el reciente cierre de Revólver y Canciller, sólo La Riviera, Macumba (aunque apenas alberga a mil personas) y la sala Heineken (antes Sala Arena) tienen el tamaño medio que permite el desfile de un enorme espectro de artistas. Los grandísimos espacios no sólo impiden la afluencia de muchos y grandes músicos incapaces de congregar a miles de seguidores, sino que también limitan el contacto de éstos con el artista. Es tan sustancial que en Madrid se fomenten los cafés para pequeñas bandas (todavía estamos esperando la reapertura de La Plaza de las Artes) como cuidar las salas de medio aforo, la auténtica excitación en vivo, la erótica de una ciudad.

Según el programador de conciertos de Aqualung, Ramón del Precinto (sin coñas), la sala es rentable, y lo que ha precipitado el cierre ha sido la especulación inmobiliaria, la falta de apoyo de las instituciones y el elevado caché de los artistas. Probablemente, la piratería ha forzado a los músicos a subir su salario, pero también gracias a ella muchos cantantes han vuelto a girar o a hacerlo con más intensidad para recuperar el dinero que les ha robado Internet o la manta.

En breve, el centro comercial que acogía a Aqualung absorberá la sala. Pero el silencio que vivirá ahora El Paseo de la Ermita del Santo no será relajante ni hermoso, sino un vacío sonoro melancólico y doliente, la ausencia de un latido. Todos perderemos pulso. A veces no hace falta acudir a los conciertos para disfrutar de ellos, basta imaginar que están sucediendo, que en la otra punta de la ciudad alguien se está estremeciendo, sudando y gritando mientras cierra los ojos. ¿Quién no sonríe cuando chirría el somier de los vecinos?

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