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La posibilidad de entenderse

Daniel Innerarity

El desacuerdo en política goza de un prestigio exagerado. Radicalizar la crítica y la oposición es el procedimiento más socorrido para hacerse notar, una exigencia imperiosa en ese combate por la atención que se libra en nuestras sociedades. Es cierto que sin antagonismo y disenso, las democracias serían más pobres, pero esto no es una prueba a favor de cualquier discrepancia, ni prestigia siempre al opositor. No tiene necesariamente razón la mayoría, pero tampoco quien se opone por principio. En muchas ocasiones llevar la contraria es un automatismo menos imaginativo que buscar el acuerdo. El antagonismo ritualizado, elemental y previsible, convierte a la política en un combate en el que no se trata de discutir asuntos más o menos objetivos, sino de escenificar unas diferencias necesarias para mantenerse o conquistar el poder.

El antagonismo de nuestros sistemas políticos funciona así porque las controversias públicas tienen menos de diálogo que de combate por hacerse con el favor del público. Los que discuten no dialogan entre ellos, sino que pugnan por la aprobación de un tercero. Ya Platón consideraba que esta estructura triádica de la retórica imposibilitaba el verdadero diálogo, sustituido por una competencia decidida finalmente por el aplauso. Para entender qué es lo que está realmente en juego, hay que tener en cuenta que los litigantes no están hablando entre ellos, sino que, en el fondo, se dirigen a un público por cuya aprobación compiten. La comunicación entre los actores es fingida, una mera ocasión para acreditarse frente al público, el verdadero destinatario de su actuación. Los discursos no se realizan para discutir con el adversario o tratar de convencerle, sino que adquieren un carácter plebiscitario, de legitimación ante el público. La comunicación política representa un tipo de confrontación elemental donde el acontecimiento está por encima del argumento, el espectáculo sobre el debate, la dramaturgia sobre la comunicación. La esfera pública queda así reducida a lo que Habermas ha llamado "espectáculos de aclamación". Las propias opiniones políticas son presentadas de tal modo que no puede respondérselas con argumentos, sino con adhesiones o rechazos de otro género.

Esto explicaría la tendencia de los políticos a sobreactuar, la enfatización de lo polémico hasta extremos a veces grotescos o poco verosímiles. Y es que los actores sociales viven de la controversia y el desacuerdo. Con ello tratan de obtener no sólo la atención de la opinión pública, sino también el liderazgo en la propia hinchada, que premia la intransigencia, la victimización y la firmeza. Con frecuencia esto conduce a un estilo dramatizador y de denuncia, que mantiene unida a la facción en torno a un eje elemental, pero que dificulta mucho la consecución de acuerdos más allá de la propia hinchada. Las virtualidades de este procedimiento chocan también con sus límites. Quien se pertrecha con el único argumento de su radical coherencia tiene poco recorrido en política, pues ésta es una actividad que tiene que ver con la búsqueda de espacios de encuentro, el compromiso y la implicación de otros.

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La incapacidad de ponerse de acuerdo tiene no pocos efectos retardatarios, como los bloqueos y los vetos, pero sobre todo constituye una manera de hacer política muy elemental, a la que podría aplicarse aquella caracterización que hacía Foucault del poder como "pobre en recursos, parco en sus métodos, monótono en las tácticas que utiliza, incapaz de invención". Frente al tópico de la creatividad del disenso, hay determinadas ficciones de oposición que son tan monótonas como escasas de originalidad. Contra lo que suele decirse, definir las propias posiciones con el automatismo de la confrontación y mantenerlas incólumes es un ejercicio que no exige mucha imaginación. En el integrismo de la oposición y en la coherencia radical se concentran un montón de tópicos y estereotipos. El antagonismo también tiene sus poses y su estandarización. Muchas experiencias históricas ponen de manifiesto, por el contrario, que los partidos dan lo mejor de sí cuando tienen que ponerse de acuerdo, apremiados por la necesidad de entenderse. Los mejores productos de la cultura política han tenido su origen en el acuerdo y el compromiso, mientras que la imposición o el radicalismo marginal no generan nada interesante.

Una de las cosas más improductivas de estos ritos del desacuerdo es que agudizan, en el seno de las organizaciones políticas, el dualismo entre duros y blandos, intransigentes y posibilistas, los guardianes de las esencias y los claudicadores. Se trata de un reparto del territorio ideológico que dificulta enormemente los acuerdos políticos o, cuando éstos se producen, generan mala conciencia, rupturas en el seno de los negociadores y decepción generalizada. El antagonismo del espacio social se reproduce en el interior de los grupos en una versión no menos simple y empobrecedora. Por eso es frecuente que haya quien prefiere el prestigio externo y quien vive de la aclamación interior. Esa polarización tiene algo de trágico, casi inevitable, como la vieja tensión entre las convicciones y las responsabilidades. En las decisiones que habitualmente tienen que tomar los partidos políticos, ese drama se traduce en una ley que es prácticamente inexorable: lo que favorece la coherencia interior suele impedir el crecimiento hacia fuera; en la radicalidad todos -es decir, más bien pocos- se mantienen unidos, mientras que las políticas flexibles permiten recabar mayores adhesiones, aunque la unidad está menos garantizada. Lo primero sale bien siempre y se asegura el corto plazo, aunque termina siendo desastroso; lo segundo resulta más arriesgado, sale bien a veces, pero entonces proporciona unos resultados extraordinarios.

¿Cómo decidirse entonces por una u otra posibilidad? La elección a la que un partido se enfrenta no suele ser tan trágica y a menudo permite combinaciones y equilibrios diversos. En cualquier caso, lo que nunca debería olvidarse es que un partido vale la suma de sus votos y de sus alianzas potenciales, que el poder es tanto lo uno como lo otro. Con amigos dentro y enemigos fuera no se hace casi nada en política; nunca han dado lugar a algo duradero las integridades inmaculadas que nadie puede compartir, las patrias donde no pueden convivir los diferentes o los valores que sólo sirven para agredir.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza

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