Divas de calle
Unos nos sorprendemos, admiramos y quedamos mudos cuando encontramos a alguna de las divas de nuestras mitomanías en camiseta, sin maquillaje y por las calles de Madrid. Otros les quitan las camisetas. A cada uno su papel. Unos soñamos con ellas. Otros se despiertan a su lado. Isabella Rossellini, por ella quiero empezar, ha tenido despertares con tipos tan diferentes, tan inquietantes, como Scorsese o David Lynch. Ahora, tranquila en su madurez, hermosa sin maquillaje, madre de un adolescente y novia de alguien de quién nada sé, ni me importa, ha estado unos días en Madrid. Unos días y unas noches muy bien aprovechados. Ha presentado en la Filmoteca su corto dedicado a su padre, a la memoria centenaria de aquel gran seductor y maestro del cine que fue Roberto Rossellini. A la memoria de su padre y de su acogedora barriga, primer recuerdo feliz de una niña que galopaba sobre aquellas grasas de buen gourmet.
El motivo de su escapada madrileña ha sido el estreno de la película La fiesta del Chivo, basada en la obra de Vargas Llosa y dirigida por su primo Luis. Después de cumplir con todas las obligaciones promocionales, Isabella no quería perderse una visita al Museo del Prado. Le ofrecieron otras opciones, dos exposiciones realmente extraordinarias que ahora se pueden ver en esta ciudad: Las vanguardias rusas, en el Thyssen, y la dedicada a uno de los más importantes pintores alemanes, Otto Dix, en la Fundación March, la primera vez que vemos a uno de los maestros de aquello que los bárbaros llamaron arte degenerado. Ella se lo perdió. Aunque tenía excusa, no conocía el Prado. Conoce poco nuestra ciudad, visita mucho más Barcelona; allí viven algunas decenas de su enorme familia Rossellini.
No tuvimos una mala tarde, pasear al lado de esa antidiva por las salas del Prado. Ver cómo quería observar tranquila, a veces ensimismada, algunas de nuestras joyas pictóricas, aumentaba la belleza de los cuadros, se añadía la belleza de una mujer hermosa observando. Dos formas de arte. Isabella está como con complejo de Electra, más de papá que de mamá. Y sin embargo nos recuerda tanto a su madre, a una Ingrid Bergman italianizada, a la que rodó Strómboli, pero con algunas arrugas más y menos doradas por el sol del sur. Es una mujer tranquila, afable, lectora, con bellas arrugas y nada anoréxica. Eso ya lo sabíamos desde Blue velvet; ahora, pasados los cincuenta, tampoco se obsesiona con su peso. Y si no, que lo pregunten a Concha García Campoy, con la que compartió cena casera. El mejor jamón, anchoas, tortilla de patatas, merluza romana y un vega sicilia. Así no hay quien falle. Con ese menú tradicional, ni el flaco Adrián Brody, el actor que será Manolete, se resiste. ¡Qué pena que el pobre Woody Allen no tuviera esas experiencias con nuestra tortilla de patatas! Al menos espero que en Asturias se desquitara con una sencilla y popular fabada.
La segunda diva con la que me tropecé por las calles de Madrid fue Cecilia Bartoli. Tan admirada, tan magistral, tan pícara y divertida. Una mujer pequeña, sin complejos de curvas, con una vitalidad y una simpatía que la sitúan en las antípodas del carácter de algunas divas de antaño y de nuestros días. La Bartoli habla y canta con una libertad, con un paganismo feliz, difícil de censurar ni por la Conferencia Episcopal o por un ejército Vaticano.
No sólo divas pasean nuestras calles o frecuentan nuestros restaurantes. En La Manduca de Azagra -en ese restaurante tan civil que hasta los Reyes tuvieron que esperar su turno- me encontré en su mesa habitual al arquitecto Patxi Mangado. No es raro porque es una obra suya, y allí tiene mesa y mantel gratis et amore. Volvía de triunfar, en compañía de otros, en la muestra de arquitectura española que estos días se puede ver en el MOMA de Nueva York. Mangado es también un divo arquitectónico con estilo, formas y talante de antidivo. No para de recorrer España; desde su consagración con El Baluarte de Pamplona, no paran sus trabajos de Zaragoza a Ávila, pasando por alguna bodega. Se mueve en coche, todavía no conoce el nuevo aeropuerto madrileño -ni parece tener prisa-, pero sí tiene claro que no se piensa quedar a dormir en ese nuevo hotel de lujo y diseño colorido. El arquitecto de moda come bien y habla claro. No le gustan esos vestidos internacionales, esas propuestas decorativas que, según él, sólo sirven para arropar falta de ideas y de riesgo. Tomo nota. Me gusta tener divas que coman tortilla de patatas. Y maestros no diseñados.
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