Religión y asesinato
La condena británica a siete años de prisión a un fanático predicador islamista, famoso en Londres por sus soflamas sanguinarias, debe considerarse ejemplar. El magistrado que ha sentenciado a Abu Hamza -un apologeta de los terroristas suicidas para quien Hitler fue un enviado divino contra los judíos- considera que su desquiciado discurso ha contribuido a crear una atmósfera entre sus seguidores en la que el asesinato es visto no sólo como opción legítima, sino como un deber religioso y moral en pos de la justicia.
Que alguien que proclama el "exterminio de los enemigos de Alá" por cualquier medio, desde el cuchillo a las armas químicas o nucleares, se considere ahora un "prisionero de la fe", sometido a un "martirio lento", muestra hasta qué punto una percepción psicopática de la realidad, la misma que apadrinan Bin Laden y sus secuaces, puede entremezclarse con los valores de un credo determinado y corromperlos hasta extremos de consecuencias impredecibles. Pero pone de manifiesto también la tolerancia suicida que sociedades democráticas avanzadas pueden mostrar ante un fenómeno reciente en su virulencia ilimitada y que representa hoy la amenaza de mayor calado contra sus mismos cimientos.
Las atrocidades instigadas públicamente y durante años por el clérigo condenado, criticadas por los representantes de los musulmanes británicos, hacen difícil entender por qué éste -en prisión preventiva desde 2004, pendiente de extradición a EE UU- no fue detenido y procesado mucho antes. Las explicaciones de la policía y el espionaje británico sobre su utilidad como fuente informativa indirecta resultan poco convincentes, sobre todo a la luz de las nefastas consecuencias que para el Reino Unido ha tenido su tradicional permisividad con el extremismo doctrinal islamista. Algunos de los autores de los atentados suicidas de Londres, que dejaron 52 muertos en julio pasado, habían atendido las prédicas de Hamza.
Presumiblemente, el Gobierno de Blair va a utilizar la sentencia, aplaudida por laboristas y conservadores, como palanca de su endurecimiento de las leyes antiterroristas. Pero el fallo tiene también una lectura para otros países europeos en aras de la seguridad colectiva y de la hoy zozobrante armonía interconfesional entre musulmanes y cristianos. Recuerda la imperiosa necesidad de que los poderes públicos conozcan de primera mano qué se dice y se hace en las mezquitas. El foso cultural e idiomático hace difícil, compleja y costosa esta vigilancia. Pero si algo ha quedado claro en el juicio contra Abu Hamza es que para algunos iluminados que ejercen en ellas no existe frontera entre religión y asesinato.
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