El Relojero
Había una garrafa sobre una mesa en el centro de la habitación. Durante casi una semana, no había entrado nadie; la criada era descuidada y el agua llevaba sin cambiarse un mes. La raza de animálculos dominante había alcanzado así una gran antigüedad y estaba muy avanzada en los estudios científicos. Su principal pasión era la astronomía: los filósofos se pasaban los días contemplando los cuerpos celestiales; la sociedad se solazaba discutiendo las teorías enfrentadas. Dos ventanas, la una que daba al este y la otra al sur, les otorgaban dos años solares de distinta duración; el segundo se mezclaba con el primero, el primero volvía a suceder al segundo después de un intervalo de oscuridad. Muchas generaciones surgieron y perecieron durante la noche; la tradición que defendía la existencia de un sol se debilitó, hasta el punto de que algunos pesimistas llegaron a desesperar de su regreso, y la luna, que por entonces estaba llena, confundió a algunos de los más sabios. No fue hasta el sexto largo año solar que surgió un animálculo de intelecto sin rival, que dio al traste con la ciencia anterior y dejó un legado de los que invitan a la controversia.
El culto del relojero vino a sustituir a otras religiones más tempranas, como la adoración del agua, de los antepasados o la bárbara adoración del manto de la chimenea
Su hipótesis podría ser llamada Teoría de la Habitación. En parte, era errónea: la habitación no estaba llena de agua potable; tampoco eran sus paredes de la misma sustancia que el tapete de la mesa. Pero en la mayoría de los puntos, la teoría casaba toscamente con los hechos. Su autor había calculado hasta el millonésimo decimal la posición relativa de la garrafa, la mesa, las paredes, los ornamentos del manto de la chimenea, y el reloj de ocho días de cuerda, pues sus métodos e instrumentos eran exquisitamente refinados. Hasta ahí, sus méritos eran reconocidos hasta por los más escépticos. Pero el filósofo era un hombre de mente devota y obediente, y había optado por aceptar una leyenda de su raza, y edificar sobre ella. En los días primigenios, antes de que se hubiese desarrollado la ciencia, se decía que el espacio oblongo amarillo de la pared norte se había abierto, y que un objeto, enorme más allá de todo lo concebible, había aparecido, y se había desplazado visiblemente en el espacio durante varias generaciones. Al meteoro lo acompañaba en su órbita una luz: según algunos, más deslumbrante que el sol; apenas más brillante que la luna según otros. Al tiempo, truenos e inexplicables convulsiones hacían temblar la garrafa; se oía crujir los costados del cielo; una detonación final marcó el momento de la desaparición. Cuando los animálculos se hubieron recuperado de la impresión, advirtieron que el espacio oblongo amarillo de la pared norte había retomado su apariencia natural. Tal era el relato de los historiadores más críticos y serios; en boca de los ignorantes, la cosa se desarrollaba de otra manera. "En los viejos días caníbales -decían-, un animálculo de grandura inaudita atravesó la pared; sostenía el sol en una garra; sus movimientos al nadar hicieron temblar la garrafa entera; antes de salir, le hizo algo al reloj". Para asombro de la sociedad, fue esta versión popular la que el filósofo aceptó. Un coloso portador de luz similar al observado pasaba a fechas fijas ante las paredes exteriores de la habitación; su tránsito por delante de una ventana primero, y luego por delante de la otra, explicaba los años solares. Pero el filósofo iba aún más lejos; en el Kosmos animalcular había un rasgo de anormalidad superlativa: el reloj, con su péndulo, su esfera, y sus manecillas. Generaciones de observadores habían probado más allá de toda duda que el péndulo se balanceaba, las manecillas se arrastraban alrededor de la esfera, el fenómeno de las campanadas se producía a intervalos aproximadamente iguales, y que era por lo menos posible postular una relación entre dichos intervalos y la procesión de las manecillas. Desde el primer momento, la atención quedó suspendida del reloj: la prueba de que la creación tenía un propósito se hallaba en él; el creador, que en sus demás obras hablaba de forma oscura, parecía expresarse con su auténtica voz en el reloj. Así, teísmo y ateísmo se enzarzaron a cuenta de la cuestión del Relojero. El Newton animalcular era Relojerista, y se atrevió a aventurar que el coloso que llevaba la lámpara alrededor de la habitación se vería forzado a regular sus movimientos según la hora del reloj.
Entre los piadosos, los interrogantes del filósofo pronto fueron erigidos en doctrinas de la iglesia. Se identificó con el sol al coloso de la leyenda, a ambos con el hacedor del reloj. El culto del relojero vino a sustituir a otras religiones más tempranas, como la adoración del agua, de los antepasados o la bárbara adoración del manto de la chimenea; se le atribuyeron al relojero todas las virtudes, y todo comportamiento animalcular digno y decoroso quedó agrupado bajo la rúbrica de "Conducta Relojera". El otro partido, entretanto, alzaba un clamor por el animalculomorfismo. El filósofo había declarado que el agua ocupaba todo el espacio. Nada había sido menos demostrado, nada era más difícil de probar; más allá de la piel interior de la botella, el agua cesaba y, de ser así, ¿dónde estaba el Relojero? La vida implicaba la presencia de agua, el pensamiento implicaba la presencia de agua. Nadie que no viviese en el agua podría concebir la idea del tiempo, ¡cuanto menos hacer un reloj! Examinad vuestras hipótesis (decían los relojeristas) y veréis en lo que quedan: ¡una criatura acuática viviendo fuera del agua! ¿Pueden acaso unos animálculos razonables distraerse con tamaña absurdidad? Y aun admitiendo lo imposible -admitiendo (por hacer avanzar la discusión) que existan vida y pensamiento más allá de las paredes de la garrafa-, ¿por qué no se manifiesta el Relojero? Le sería fácil comunicarse con los animálculos; al hacer el reloj, le hubiera resultado sencillo poner en la esfera signos inteligibles -la cuadragésimo séptima proposición, por ejemplo- o incluso (de haberle importado) alguna medida de la huida del tiempo. En lugar de eso, a intervalos toscamente próximos a la igualdad, aparecen marcas sin sentido, probablemente resultado de la ebullición. Así pues, si existe un relojero, habrá que considerarlo una criatura frívola y maligna que hizo la garrafa, la mesa y la habitación con la única intención de regodearse con las tribulaciones de los animálculos. Estas opiniones encontraron su expresión más violenta en boca de los poetas de la época. La infame Oda a un Relojero, que hizo estremecerse a la sociedad entera, empezaba aproximadamente así: "Enormes son tus pecados, / Tanto como una garrafa entera. / Relojero, yo te desafío. / Tu crueldad es mayor que un jarrón sobre la chimenea, / y redonda como la esfera del reloj. / Eres fuerte, estás lleno de vanagloria; / Eres taimado e inventas relojes. / ¡Vanas son tu fuerza y tu astucia! / Con que un solo animálculo de recto pensar te mire a la cara, / Confundido quedas entre tus instrumentos. / Palideces, y te ocultas en la trastienda".
De manera universal, se consideró que el poeta había ido demasiado lejos. Si existía un Relojero, no cabía imaginar que dejase pasar sin castigo estas manifestaciones; cabía temer incluso que toda la garrafa se viera envuelta en su venganza. El poeta, tras un juicio en el que se enorgulleció de sus horribles sentimientos, fue condenado y destruido en público; este acto de rigor refrenó el espíritu librepensador durante algunas generaciones.
Se esperaba con ansiedad el alba del séptimo doble año solar. Cuando se acercó el momento, todos los telescopios de la botella se orientaron hacia la ventana del este o hacia el reloj; en cuanto hubo pasado, y en tanto se ultimaban los cálculos, muchedumbres enteras aguardaban ante las puertas de los astrónomos, algunos en oración, otros cruzando irreverentemente apuestas acerca del resultado. Éste no fue concluyente. El reloj y el sol no estaban acompasados de forma precisa: hasta para los más ardientes de los fieles resultaba imposible cantar victoria. Pero la discrepancia era pequeña: y los librepensadores más firmes eran conscientes de una íntima duda. Los piadosos intentaron disimular su decepción en obras como El Relojero revelado en todas sus obras, Vindicación del Relojero, y Verdadera ciencia de hacer relojes, expuesta y justificada; los librepensadores magnificaron su victoria en trabajos de características muy distintas. Conforme iban pasando las horas, y una generación sucedía a otra, fue evidente que la fe se había resentido. La creencia en un Relojero disminuyó de forma continua; pronto, incluso el reloj mismo, con sus movimientos declinantes y su irregular regularidad, se convirtió en objeto de chanzas.
En ese preciso momento, se vio abrirse el espacio oblongo amarillo de la pared norte; entró el relojero, y procedió a darle cuerda al reloj.
La revolución fue absoluta: animálculos de toda edad y posición atestaron los lugares de culto; la garrafa vibró con los salmos, y no hubo criatura racional de un extremo de la botella al otro que no hubiese sacrificado cuanto poseía por poder serle de ayuda al relojero.
Cuando hubo acabado de darle cuerda al reloj, el relojero se fijó en la garrafa, y como quiera que se sentía muy sediento después de las cervezas de la noche anterior, la apuró hasta las heces. Las tres semanas siguientes, tuvo que guardar cama, enfermo; el médico que lo atendió hizo que se saneara a fondo el suministro de agua de esa parte de la ciudad.
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