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Columna
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Las malas compañías

No suelo escribir bajo impresiones o sentimientos personales ni por cuestiones que afecten a personas próximas y lesionen sus convicciones o conveniencias. Procuro informarme objetivamente para que la ira, el desencanto o la desilusión y, a veces, el entusiasmo visceral hayan redondeado sus esquinas. Un hábito ancestral nos arrastra con fuerza hacia situaciones o decisiones irracionales, sólo porque algo estuvo fuertemente arraigado y disfrutó del mirífico y envidiable estado del monopolio.

Aunque de hecho y derecho haya concluido aquella franquicia, parece erizado de dificultades sacudirse la dependencia, por muy clara que tengamos su desaparición. Es el caso de algunas entidades de servicios, como la Telefónica, que comenzó siendo una empresa privada -de capital estadounidense- en parte rescatado el dominio por el Estado y vuelto a la palestra de la competencia, con la singularidad de que, en un principio, nada ni nadie le hacía sombra.

Por su actitud, detectada en numerosas ocasiones, los ciudadanos no parecemos conscientes de que el monopolio de esta compañía ha terminado, sino que su comportamiento ante al usuario evidencia que tampoco ella se ha enterado del cambio de situación. Mi amigo Enrique P. se veía obligado a trasladar su residencia por cuestiones profesionales. Ha residido prácticamente toda su vida en Madrid, de donde es nativo, pero una oportunidad favorable le empujó a instalarse en otra provincia española. Uno de los lazos que con más fuerza nos sujetan a un lugar es el de comunicarnos, privada y oficialmente, con el prójimo. Dejó su piso a un familiar, sin solicitar la cancelación del número telefónico, sino simplemente el traslado de la línea, que, por supuesto, no podría tener el mismo número, al cambiar, por fuerza, el prefijo local. Asimismo, podría seguir disfrutando del mismo código de Internet para su correo electrónico, sin variación alguna.

Las gestiones, como no puede ni debería ser de otra manera, fueron llevadas a cabo por teléfono, con la tranquilizadora información de la compañía de que el trámite era el correcto. Este aspecto tenía gran importancia, ya que su actividad le impone un contacto permanente con la clientela. Explicó con pormenor la intención de que la baja de su número en Madrid debería coincidir con el alta en aquella otra ciudad y que era importante que se produjera con la debida coordinación. Para ello, organizó su trabajo para que la fecha coincidiera con un final de un mes y el inicio del siguiente. Al otro lado del hilo le llegaron todo tipo de seguridades, pero la realidad descompuso la delicada trama organizada al efecto. Mi amigo, que había contratado una nueva residencia y nuevas oficinas, comprobó consternado que la línea telefónica, el ADSL del ordenador y la programación de sus últimos días capitalinos habían sufrido un colapso imprevisto y sus contactos y ritmo de trabajo, incrementados ante la novedad del traslado, eran una vía muerta. Desastre inmediato e insoluble, pues cuando tuvo constancia de ello, a una semana escasa de la mudanza, se veía privado de su medio de expresión y contacto. Recurrió a la compañía, que verificó los hechos, la precipitación en el alta y, de forma automática, la baja en las comunicaciones durante la etapa madrileña final. Reclamó, echando mano de sus mayores reservas de autocontrol, para no enfurecerse innecesariamente con una funcionaria o funcionario, cuya responsabilidad aparente terminaba en las fronteras de su mesa de trabajo.

La Telefónica podría desconectar la línea, volver a engancharla en la oficina y repetir más tarde la misma operación. La solución del problema sólo tenía una pega: no podía llevarse a cabo en plazo inferior a un par de semanas. Mientras tanto, mi desdichado amigo se vio aislado de su mundo laboral y personal, sin la posibilidad de cumplir sus compromisos, ni organizar el traslado de sus enseres. "Nunca había entendido ni tomado en serio aquellas advertencias acerca de evitar las malas compañías. Ahora he tenido ocasión de comprenderlo en toda su amplitud. Para mí, entre las malas compañías está, precisamente, ésa, que tanto perjuicio me ha causado y del que no me puedo rescatar, porque mis protestas no han quedado registradas, se las llevó el viento". No encontré palabras de consuelo.

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