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Columna
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Chapuzas

La vida es una negociación perpetua con las sorpresas de la realidad. El tiempo corre hacia nosotros como una manada de búfalos, y aunque no venga en estampida hay que escurrir de vez en cuando el bulto, moverse de una lado a otro para evitar que algún minuto nos atropelle. Llega el invierno, llegan los gritos, los escándalos y las malas noticias que nos dejan fríos los pies. A las calles de la ciudad se les queda una cara amarillenta y ojerosa de gripe, una sensación de malestar que cae por los hombros de los asuntos públicos. Parece buena solución refugiarse en la casa para cuidar la fiebre. Cuando las arenas son tan movedizas que cada día invita a cambiar de opinión sobre una disputa, un político o una estrategia, conviene sentarse junto a una mesa de camilla, con un buen libro y un vaso de leche con una yema de huevo y un chorreón de coñac. Pero el tiempo corre también por los domicilios privados. Quedarse en casa es asistir al espectáculo de las pequeñas chapuzas con las que hemos ido negociando los imprevistos de la vida cotidiana. Por ejemplo, no sé qué misterio técnico hace que la radio de la cocina sólo se oiga bien si la coloco de canto. Las noticias se llenan de interferencias cuando el aparato reposa con normalidad horizontal, y debo colocarlo en posición vertical, buscando un extraño equilibrio sobre la rutina del desayuno. Nunca me acuerdo en la calle de comprarme una radio nueva, así que entro en contacto con el mundo de una forma rara, o con interferencias o con equilibrios que me conceden una sintonía decente.

El enchufe que está junto a la mesa de camilla tiembla como un amigo borracho. No está bien encajado en la pared, sus bromas son oscuras y pesadas, y no es raro que salten los plomos por su culpa. La lámpara de lectura hay que enchufarla en la pared del fondo, por lo que un alargador tropezón y antipático atraviesa el suelo de la habitación. El cable se enrosca como una serpiente en las patas de las sillas, en el revistero, en la mesa del teléfono, y en mis propios pies cada vez que me levanto para buscar un libro o para visitar la cocina. La catástrofe pasea sigilosa y en zapatillas por el salón de la casa. Debería llamar a un electricista, pero los buenos propósitos incumplidos forman también parte de la rutina, y se van acumulando como la ropa sucia. La lavadora de casa tiene la puerta rota. Es una máquina moderna, en buen estado, muy curiosa y cumplidora. Da gusto ver girar la ropa en su pupila espumosa. Un día de prisas tiré con demasiada fuerza, antes de que se relajara el mecanismo de seguridad, y me quedé con la palanca de la puerta en la mano. Necesité una laboriosa indagación con un destornillador para sacar la ropa limpia del vientre de la máquina herida. Ahora me he acostumbrado, y con muy buena maña abro y cierro la lavadora con la ayuda de un destornillador, que vive en la terraza de la cocina, en el cestillo de las pinzas de tender. La verdad es que en la casa tengo una buena colección de chapuzas y de negociaciones privadas con los objetos. Yo mismo soy una chapuza y una negociación, un asunto pendiente, con la voz ronca, los pies fríos y las zapatillas rotas. Mi casa no sirve como refugio, es tan imprevisible como la realidad exterior. Por eso me resulta tan difícil prestarla.

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