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Columna
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Violencia ciega

"La violencia es un ciego con una pistola", definió Chester Himes, negro autor de novela negra que vivió en paz sus últimos años en España, a orillas del Mediterráneo. Ciegos de alcohol y otros estimulantes, unos individuos celebraron la Nochevieja en Madrid disparando al aire, y las balas perdidas encontraron en su desquiciada trayectoria el cuerpo de un ciudadano que estaba asomado a la ventana de su casa: estaba donde no tenía que estar, apuntaba la policía en su desafortunada nota sobre el caso. Cierren puertas y ventanas, enciérrense en sus trincheras domésticas y oteen la realidad a través de la ventanilla del televisor, pero si quieren aterrorizarse más, sintonicen la radio para escuchar los aullidos de la bíblica, aunque no cristiana, jauría que, a través de los micrófonos episcopales y asociados, exige el ojo por ojo y el diente por diente, e incluso el ojo por diente como radical escarmiento. Ciegos y sordos pero no mudos, cantamañanas y pájaros de mal agüero, han redefinido el amor al prójimo: prójimo, próximo, cercano a sus ideas, correligionario, cofrade de su impía cofradía. "El que no está conmigo está contra mí", tal es el precepto evangélico que les guía; fuera de ellos sólo cabe el llanto y el crujir de dientes y de huesos, no hay salvación fuera del estrecho, mezquino y cainita marco en el que se mueven, en el que cada avance es un retroceso hacia viejas y terribles posiciones, la vanguardia es retaguardia y el futuro es el ayer con ligeros retoques para conservar, si no las esencias, al menos las apariencias democráticas.

En una de estas emisoras, encadenadas en lo más oscuro de la caverna, escuché el otro día a una portavoz ocasional del PP clamar contra la violencia urbana, desencadenada, por supuesto, por el Gobierno de Zapatero. La declarante, de cuyo nombre no puedo acordarme, ejemplificaba el incremento de la inseguridad y de la delincuencia en dos ciudades: Valencia y Madrid. Los datos eran abrumadores, pero la adjudicación de la responsabilidad al Gobierno socialista caía por su propio peso; hace muchos años que madrileños y valencianos eligieron a representantes del PP para gobernar en ambos ayuntamientos y comunidades. Desde un punto de vista menos sectario, tampoco cabría achacar a los gobernantes populares el aumento de la violencia en sus municipios y autonomías, pero la crispación (me crispo cada vez que escucho, leo o escribo esta palabra) está reñida con la claridad de juicio, y esta crispación programada y retroalimentada sólo pretende producir más encrespamiento, generar un estado de ánimo propicio a los intereses de una minoría de "salvapatrias" y cruzados de esa fe a la que adjudican el poder de mover montañas a base de gritos desaforados y ancestrales conjuros.

Los datos sobre la violencia, de género y de cualquier género, son preocupantes, síntoma de una grave y endémica enfermedad social incubada por el género humano desde sus albores. No hay día en el que los periódicos no traigan tremendas noticias sobre infames sucesos. Leo la del día en este diario: Una niña gitana recibe una paliza de compañeros de clase. "Le pegaron porque es gitana y gordita", dice la madre de la víctima; también le pegaron, se deduce de la información, porque la maestra castigó a los agresores, y a la víctima también "porque hablaba mucho", y les dejó encerrados juntos en la misma aula en la que se produjeron las agresiones.

Cuando las noticias sobre la violencia escolar no eran materia noticiable, los niños gorditos, los niños gitanos, los miopes, los torpes y los discapacitados, los raros, eran las víctimas propicias y propiciatorias de los salvajes ritos de la incipiente tribu que imitaba, con menor refinamiento, el comportamiento autoritario y violento de sus mayores. La violencia de género tampoco llegaba a los periódicos y se quedaba en comidilla de corrillos y patios de vecindad.

Los usos democráticos han conseguido que nuestros trapos sucios se laven a plena luz, se expongan sin complejos y se discutan sin ambages. Utilizar esta nefasta colada con fines partidistas, invocando el sacrosanto principio de autoridad, es maniobra criminal y suicida: "Quien siembra vientos, recoge tempestades", y no de votos, precisamente.

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