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A PIE DE PÁGINA

La sonda y el ángel

El reservado, vulnerable Lichtenberg, oculto tras la perfecta máscara del aforismo, escribió en uno de sus cuadernos: "Autobiografía: no olvidar que una vez escribí la pregunta: ¿qué es la aurora boreal? , la deposité en el granero de Graupner con esta dirección: 'A un ángel', y lleno de timidez volví a la mañana siguiente en busca de mi recado. ¡Oh, si hubiera habido un bromista que lo contestara!". Se refiere así Lichtenberg a ese tiempo en el que, antes de que la razón entrase con bisturí en todos sus sueños y pareciera apoderarse de todo, la infinita capacidad de creer que era su infancia le permitía confiar de igual modo en las voces y en los ecos de esas voces, en las figuras y en sus sombras. Cuando la razón finalmente llega y parece instalarse para siempre en nuestros sueños, estos mensajes encuentran otros "graneros", igualmente cargados de poder, inesperados buzones que se abren en la ranura de un armario, en el cajón medio abierto de un aparador. En uno de sus internamientos en el manicomio -como relata en su extraordinario libro El hombre jazmín-, la escritora Unica Zürn, segura de que se va a celebrar una fiesta, escribe mensajes a los poetas que ama en hojas de papel blanco; los enrolla y los hace volar desde la ventana "como pájaros blancos, emisarios de su transfiguración". Otro día, en el que la ventana está cerrada, invita a un poeta a visitarla; ata el mensaje con un cordón y lo deposita en el recipiente en el que la enfermera de noche guarda su instrumental. "Eso no es un buzón", le dice la enfermera, y ella no contesta: "Sabe que aquella carta ya ha llegado a la otra tierra y la están leyendo". Esa otra tierra que podría incluso ser la del mundo de los muertos. Porque la fe que se deposita en cartas de esta naturaleza es capaz de transportarlas a cualquier lugar: hacerlas descender a los infiernos o viajar a ese limbo de los paisajes en el que un olivo puede convivir con un lecho de algas. Y el ángel de Lichtenberg nos hace pensar en el Cartero Real que lleva a Oriente millones de cartas en las que se mezclan el mundo de los objetos y de los deseos, lo concreto y lo abstracto, la curva y la arista de los sentimientos. En la Oficina Central de Correos de Israel, y sobre todo en la del barrio de Guivat Shaul de Jerusalén, se reciben con frecuencia sobres con mensajes dirigidos "a Dios", "al Creador", "al Dios de Abraham, Isaac y Jacob". Cuando acumulan cierto número de estas cartas, los funcionarios de Correos se dirigen al Muro de las Lamentaciones, el principal santuario del pueblo judío, y allí las introducen en los intersticios de sus bloques de piedra. En ellas, algunos miembros de esta comunidad, dispersos por el mundo, piden perdón por una falta cometida o ruegan por la sanación de un familiar enfermo: el muro está en contacto directo con Dios. También la poesía encuentra formas de hacer llegar sus mensajes a los amigos lejanos; a quienes podrían compartir la belleza de un instante o un sentimiento intenso. En la poesía china, se encuentran maravillosos ejemplos de emociones conducidas por la fe en la belleza. En su poema Desde el río, a mis amigos, el poeta Zhang Keijiu (siglo XIII) escribe: "Es el río un sendero del pueblo, / pintura de agua y tinta, / flores silvestres de nombre desconocido por doquier. / Esta partida me entristece, ¿cómo enviar un mensaje? / Lo confío a las hojas rojas que se deslizan en las ondas de la tarde". Y si Zhang Keijiu confía en el vuelo de esas hojas, la maravillosa Li Quingzhao (siglo XI) rota por la separación, termina su poema Mariposa enamorada de su flor: "Lo mejor / es que entregue este poema / a las ocas salvajes que atraviesan el cielo. / En realidad, Donglai / no está tan lejos como otros paraísos". El aire mueve también las oraciones budistas, escritas en bandas de tela y atadas a picas que se clavan en la cima de los montes; agita las letras, levanta las sílabas, parece arrancarlas de la tela, pronunciarlas y transportarlas con todo su sentido hasta el oído de Dios. Igual que los molinillos de oración que los peregrinos hacen girar en los monasterios tibetanos: las palabras guardadas en su interior cobran vida, se ponen en movimiento y realizan un viaje hacia un destino invisible. Otras veces, la esperanza de un mensaje se introduce en una botella y es arrojada al mar. El náufrago escribe a un desconocido, que ni siquiera se encuadra en unas coordenadas fijas; que puede ser cualquiera y encontrarse en cualquier lugar, y que por tanto es la suma de todos los destinatarios posibles. También el prisionero que escribe un mensaje desde su celda y confía en la evasión desconoce el destino de esas palabras que ata a la pata de un animal. El indulto, la ayuda, no tienen identidad. Son cartas diferentes, en las que el destinatario carece de rostro, de edad o de sexo, ni siquiera es de carne. Como la infinidad de náufragos que intercambian cartas con desconocidos en el océano de la red. Tantos mensajes quedan atrapados en sargazos, o viajan, a la deriva, por un paisaje hecho sólo de separación y de frío. De las sondas espaciales destinadas a explorar el espacio interplanetario, la Pioneer 10, y su sucesora, la Pioneer 11, llevaban a bordo una placa de aluminio, en la que se había inscrito información sobre el género humano, fórmulas de física de partículas, números binarios o un dibujo de nuestro sistema solar en el que se indicaba la situación de la Tierra. Otra clase de mensaje en una botella, en el que, de nuevo, el destinatario no tiene nombre, ni rostro; aunque aquí, la incógnita parezca acrecentarse aún más ante el infinito potencial de "ojos" diferentes que podrían intentar descifrarlo: los ojos de un espacio del que nada sabemos; que puede escrutarnos o dejar pasar nuestro mensaje y abandonarlo al frío de las nebulosas.

El prisionero que escribe desde su celda desconoce el destino de esas palabras
SILJA GÖTZ
SILJA GÖTZ

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