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Columna
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Inversión

CON INUSITADO atrevimiento, el cineasta ruso Alexandr Sokurov (Podorvikha, 1951) rodó, en 1997, Madre e hijo, donde se produce una inversión absoluta de todas las convenciones de este revolucionario medio. La primera y principal, la de intentar hacer una película que merezca el calificativo de artística, a pesar de que este director paradójicamente duda de que el cine en sí pueda ser capaz de lograrlo. La segunda, imponer un ritmo narrativo sin sucesos extraordinarios, o, lo que es lo mismo, rodar los tiempos muertos de la vida cotidiana en el marco de la naturaleza, lo que devuelve al relato su tradicional sentido simbólico. La tercera, y más difícil todavía, utilizar la perspectiva invertida, que nos aleja de todo ilusionismo visual. La cuarta y última, inspirarse en la pintura histórica, que, en este caso, supone la utilización de cuadros muy concretos de El Greco, Caspar David Friedrich y Turner.

¿Adónde le pueden llevar todos estos pies, más o menos, forzados, pero, en todo caso, decididamente intempestivos? A juzgar por el resultado de este filme, desde mi punto de vista, por un lado, a plasmar imágenes de una belleza arrebatadora, y, por otro, de un nivel de intensidad emocional y de una profundidad existencial, que, sinceramente, cuesta trabajo encontrarle parangón. La historia narrada no puede ser más simple: un hijo acompaña a su amada madre en el trágico trance de su agonía y muerte, mientras están los dos solos en una casa apartada en medio de una agitada naturaleza agreste, que inicia con violencia su renacer primaveral. Cumpliendo el deseo materno, el hijo saca a pasear en brazos a su madre desfalleciente en medio de ese maravilloso paisaje feraz, deteniéndose tantas veces como las catorce estaciones del vía crucis, que conmemora el camino de Jesús hasta el calvario, aunque semejante ruta cristiana esté aquí solapada por la necesidad de parar para descansar y contemplar diversas vistas de estremecedora hermosura. Dentro del dominante afán de Sokurov por invertir las situaciones, no es insignificante que, en este paseo por el amor y la muerte, la pietà sea una madre portada en brazos por el hijo. Como también lo es que, en este pasaje sacrificial, la vida y la muerte conjugadas por el mutuo amor entonen su himno de despedida frente a la naturaleza crepitante, subrayándose de esta manera que, como diría Sokurov, el hombre es, sin duda, el ser más inteligente de nuestro planeta, pero no por ello, ni mucho menos, el más importante.

¿Qué está pasando para que el mejor cine que se está realizando durante los últimos 25 años esté firmado por autores rusos, como el ya fallecido Tarkovski, Sokurov o Andrey Zvyanintsev, los cuales han tenido que trabajar en las peores condiciones imaginables? En la película Madre e hijo, de Sokurov, aletea, dentro de su voluntad de inversión, lo escrito por Pável Florenski (1882-1937), autor del iluminador ensayo La perspectiva invertida (Siruela), publicado originalmente en 1920. Florenski fue asesinado de un tiro en la nunca por los sicarios estalinistas, pero su obra sigue floreciendo, una muestra de que el arte sobrevive al crimen y a la banalidad.

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