El aguijón y la coz
Tres asuntos públicos relacionados con la libertad de expresión se dieron cita la pasada semana. Primero, el Parlamento catalán aprobó la Ley Audiovisual de Cataluña, cuyo articulado faculta al Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC) -creado por una ley autonómica de 2000- para asumir competencias reguladoras y sancionadoras ejercidas anteriormente por la Generalitat; aunque formalmente aparezca como un órgano administrativo independiente, los miembros del CAC son elegidos por mayoría parlamentaria cualificada y su actual presidente es un antiguo diputado autonómico afiliado al PSC. Veinticuatro horas más tarde, el CAC remitía a la Generalitat y al Ministerio de Industria un severo informe sobre los contenidos políticos e ideológicos de una veintena de comentarios de la Cadena de Ondas Populares (Cope) -bajo control de la Conferencia Episcopal- vejatorios para las instituciones de autogobierno. Casi en paralelo, la difusión por la Cope de una fraudulenta entrevista -supuestamente chistosa- con el presidente electo Evo Morales, cuyo interlocutor simuló la voz del presidente del Gobierno español, dio lugar a un incidente diplomático con Bolivia.
El dictamen del CAC es una obvia constatación del carácter partidista y sectario de la Cope, una grosera Santa Alianza de fanatismo eclesiástico y matonismo periodístico cimentada sobre la intolerancia hacia las creencias ajenas y la transformación en enemigo de cualquier discrepante religioso o político; la facción ultraderechista del PP y las empresas financiadoras de la emisora son las beneficiadas de ese furor universal. Cualquiera que se haya visto obligado a soportar alguna vez la fobia inquisitorial de esa excitada peña de energúmenos sin ingenio no necesitará leer el informe del CAC para conocer el monótono repertorio de insultos, calumnias y linchamientos de su tosco estilo libelista: el presidente y el consejero delegado del grupo editor de EL PAÍS, así como los directivos, redactores y colaboradores de este periódico, son víctimas predilectas de esa estúpida saña. Por lo demás, las invocaciones de la Cope a la defensa de la libertad de expresión se limitan a su propio corralito. Durante el mandato de Aznar, algunos tertulianos -entre otros Jiménez Losantos y Ramírez- trataron de que el Gobierno del PP aplicase la solución final a los medios de comunicación de la competencia; las campañas de la Cope contra Sogecable y la SER ilustran el doble rasero que manejan esos interesados farsantes.
Pero el debate sobre el papel de la libertad de expresión en un sistema democrático comienza precisamente a partir del tipo de conflictos que la Cope plantea. Por lo pronto, como señaló James Madison, "cierto nivel de abuso es inseparable del uso adecuado de cada cosa, y ello es especialmente cierto en el caso de la prensa". Después, la Constitución otorga al Poder Judicial el monopolio de dirimir los pleitos acerca de la libertad de expresión; los consejos audiovisuales no tienen competencia sobre los contenidos políticos de los medios. Pero la vía judicial -criminal o civil- implica demasiadas veces la impunidad en la práctica de los bronquistas; las campañas victimistas desde la prensa y la demora de los procesos logran transformar demandas y querellas bien fundamentadas en coces contra el venenoso aguijón. Y tampoco faltan políticos que firman la paz por separado con los profesionales del chantaje que extorsionan a sus correligionarios.
La excelente antología de las sentencias básicas del Tribunal Supremo estadounidense publicada por M. Beltrán y J. V. González García (CEPC, 2005) analiza los argumentos que llevan a sus magistrados a plantearse los casos relacionados con la Primera Enmienda (la prohibición de que el Congreso promulgue leyes que coarten la libertad de palabra o de imprenta) con extrema prudencia. Oliver Wendell Holmes exhortaba a "estar siempre vigilantes para poner freno a quienes pretendan controlar la manifestación de ideas y opiniones que detestemos o que consideremos que conducen a la muerte". Y otros jueces siguen su ejemplo cuando invitan a considerar los errores informativos y las expresiones de odio como el precio a pagar "para que las libertades puedan respirar".
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