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Columna
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Una ardilla

Por los mapas que manejan los expertos inmobiliarios, y por los gozos que barruntan los alcaldes turísticos y sus concejales de urbanismo, cabe afirmar que allá para el año 2020 una ardilla que se adentre en nuestra comunidad desde Cataluña podrá recorrer toda la costa valenciana sin verse obligada a poner sus ligeras patas en suelo de tierra, y menos aún en un árbol. Y ello porque el gracioso mamífero podrá ir saltando de casa en casa, de urbanización en urbanización, de complejo en complejo y de hotel en hotel hasta salir de la región por el sur rumbo a la tierra de Murcia, donde le aguardaría, a la perpleja ardilla, un nuevo horizonte de especulación que a su vez continuaría por la ribera andaluza. Sólo cuando el animalito llegara a algún rincón de la granadina Punta de la Mona tal vez se vería obligado a pisar la pura naturaleza.

Recuerdo los años de Franco, siendo yo adolescente. Se contaba que había una muralla de apartamentos frente al mar Mediterráneo. Pero lo que teníamos entonces era una minucia comparado con los atropellos actuales. Y mucho me ha consternado leer que en los últimos diez años se ha construido más en la costa valenciana que desde el origen del mundo hasta 1995. ¿No me dirán que no les parece tremendo? Y suicida.

Se dice, empero, que todo será controlado. Y que la destrucción de la fachada marina no corre peligro en determinadas zonas, todavía libres. Yo no dudo de esas razones, ni de las leyes que protegen tales lugares, ni de la buena voluntad de los políticos autonómicos. Y lo digo en serio. Pero tampoco dudo de que dentro de quince o veinte años los ayuntamientos orilleros valencianos habrán conseguido saltarse de hecho todas las barreras normativas existentes hasta convertir en favelas de lujo los bellos y vertiginosos montes litorales que todavía están a salvo. Estoy convencido de que esos edenes recónditos serán mancillados. Estoy convencido de que el futuro es de los gerifaltes del cemento. De los cuervos de la recalificación. Y de los buitres, en general.

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