_
_
_
_
_

Ojos de Brujo seduce al público en la presentación de su nuevo disco, 'Techarí'

Sala Salamandra. L'Hospitalet de Llobregat, en el extrarradio de Barcelona. Es de noche, la del jueves pasado. Ojos de Brujo estrena su nuevo disco extraoficialmente. En la puerta del local un seguidor dice que ha desertado de una cena de empresa para no perderse la actuación. Es la primera noche del futuro de la banda.

El próximo febrero, Ojos de Brujo editará su cuarto álbum de larga duración, Techarí, palabra caló que significa libertad. Antes, a comienzos de enero, lo presentará en el Festival Actual de Logroño, y como fuere que las canciones del disco piden sitio en el repertorio, éste ha de ensayarse. A tal efecto, los componentes de Ojos de Brujo se reúnen en Salamandra para dar forma a un nuevo repertorio. Hay que rodar. El grupo de Barcelona tiene unos horizontes que van más allá de los Pirineos. Es la banda más internacional de la ciudad.

Tras tres días de ensayo en la sala, toca ensayo general con público. El precio, módico: 15 euros. La promoción se ha reducido a una escueta "actuación de ODB" que corre anónimo por la Red, pero suficiente para que la sala roce el lleno. No está mal escogida. Salamandra es una sala heroica que defiende la música en directo. Además, L'Hospitalet de Llobregat es una ciudad de emigrantes, que dotan a Ojos de Brujo de personalidad. L'Hospitalet, como los miembros del grupo, es una ciudad con raíces meridionales, flamenca por derecho, porque al fin y a la postre el flamenco es también catalán. Y Ojos de Brujo son catalanes y flamencos, llegados de Formentera, Valencia, el barrio de la Trinidad, Málaga y Viladecans. Pero también está Carlos Sarduy, trompetista cubano, que soplaba en La Habana hasta que el pianista Roberto Carcasés le reclutó para tocar en Color, una pieza de funk flamenco que forma parte de Techarí, resultado de la música de fusión que hunde sus raíces en la rumba, en el flamenco y en el hip-hop.

Caravana nómada

Comienza el concierto. Marina Abad, la vocalista, surge como una deidad gitana de gasa negra. La secundan un tropel de músicos que parecen surgidos de una caravana nómada, un circo de instrumentos acústicos y eléctricos que tiene un motor: Ramón. Ramón Giménez es el gitano y una de las anclas que unen al grupo con la tradición. Guarda en sus venas el tesoro de la rumba catalana y del ventilador. Ha crecido en mercadillos, como Marina y como Panko, el disc-jockey que vendía perfumes de romero y que al sonar Sultanas de mercadillo evoca su pasado.

El concierto fluye y el público da palmas hasta enrojecerlas. Las nuevas canciones se van por rumbas; Marina explica: "También maltratamos seguidillas y bulerías". Carlos sopla su trompeta latina bombeado por una sección de ritmo implacable. La emoción llega con Corre Lola, una especie de reggae que Marina presenta diciendo: "Es una canción que me hace llorar y que Ramón toca como si no la oyera porque, si no, también lloraría".

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_