Enrique Folch, director de Paidós
Dedicó toda su vida al mundo del libro y la edición
Normalmente, uno asocia la figura del hombre que se ha hecho a sí mismo no sólo al mundo anglosajón, supuestamente mucho más meritocrático que el nuestro, sino, sobre todo, a actividades relacionadas con cualquier cosa menos con la cultura. Supongo que por esa específica variante de deformación profesional que es la presunción profesional, es decir, por el convencimiento, muy propio de nuestra condición, de que cualquiera podría hacer lo que hacen los demás pero apenas nadie alcanzaría a llevar a cabo con solvencia eso tan difícil que hacemos nosotros.
Pero de vez en cuando la realidad se encarga de desmentir tan absurdo convencimiento. Enrique Folch, fallecido el pasado 14 de diciembre, constituía para mí la más contundente refutación del mismo. De familia vinculada al mundo del libro -su padre era propietario de una pequeña librería en Barcelona- siempre tuvo que ver, de una u otra manera, con dicho mundo. Aunque, sin duda, la tarea en la que más a gusto se encontró y la que le permitió desarrollar mejor sus cualidades naturales fue la dirección del sello Paidós en España.
Durante los aproximadamente 20 años en que Enrique Folch gestionó el catálogo de la editorial, ésta alcanzó los momentos más brillantes de su ya larga historia (cumplió el pasado verano 60 años de existencia), lo que constituye un elogio nada menor refiriéndose a un sello que con anterioridad a él había publicado en castellano títulos como El miedo a la libertad, Conjeturas y refutaciones, Cómo hacer cosas con palabras, La muchedumbre solitaria y tantos otros. Bastará con decir esto: la publicación de las obras de autores tan determinantes del pensamiento de estas dos últimas décadas como Rorty, Taylor o Arendt fueron asumidas por él como auténticas apuestas personales.
Tan formidable tarea la abordó, como aquel que dice, a pulmón, sin más herramientas que la experiencia acumulada, su olfato de lector impenitente y un entusiasmo y una capacidad de trabajo a prueba de desfallecimientos. Es verdad que en la tarea contó con ayuda, pero también eso debe contabilizarse en su haber. Casi siempre supo rodearse de las personas adecuadas, cualidad que con razón acostumbra a considerarse como un claro indicio de inteligencia. Como es natural, no siempre acertó. Pudo equivocarse (¿quién no, por cierto?) y ser sensible al halago, a la zalamería o a cualquier otra debilidad, pero el modo en que reaccionaba ante sus propios errores también era una muestra de su calidad humana. Porque al final terminaba reconociendo, con una humildad no exenta de grandeza, que se había equivocado ("sí, ya sé que me avisaste", me reconoció más de una vez) y, como el que se crece con el castigo, extraía de ahí un nuevo impulso para proseguir e intentar hacerlo mejor, sin tropezar demasiadas veces en la misma piedra.
Era un tipo que se hacía querer, en muchos casos a pesar suyo. La última vez que le vi -me emociona recordarlo, lo confieso- ya llevaba marcado en el rostro su destino. Estaba cansado, muy cansado. Respondió a mi inevitable "¿cómo estás?" poniendo su mano en mi hombro, en un cálido gesto de afecto, completamente inusual en él. Sonrió con esfuerzo, respiró hondo y me contestó: "Es duro esto. Ya te contaré". La muerte, con la innecesaria crueldad que le caracteriza, no permitió esa conversación aplazada. Pero en cierto modo, da igual. No siempre ganan los malos. Como se suele decir de los grandes autores, que permanecen vivos a través de sus textos, el trabajo de Enrique Folch estará presente entre nosotros mientras haya lectores para los libros que él publicó. Por mi parte, les aseguro que no es exagerado: no podré volver a ver un título de su editorial sin echarle un recuerdo.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.
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