Me temo que esto no monta
Uno. Ricard 3r. No monta la mayonesa, y bien me duele decirlo, del Ricard 3r de Álex Rigola, su tercer shakespeare en el Lliure, tras los exitosos Titus Andrònic y Juli Cèsar. Aquí el huevo lo ponen unos actores entregadísimos y en su mayoría brillantes, pero el aceite conceptual de Rigola hace aguas por todas partes. Para empezar, la historia que pretende contarnos el director se entiende menos que la relación de Katie Holmes con Tom Cruise, y predomina una molesta sensación de déjà-vu, de refrito estético. Ambientar la trama en un puticlub de tres al cuarto supone adherirse a un código convertido en cliché por Calixto Bieito, de Macbeth a La Celestina (con la memorable excepción de El Rey Lear), empantanándose en todos y cada uno de sus excesos: barullo, griterío, pistolitas, y un rayusco de coca que va de aquí a Lima, cortado con una tarjeta gigante de la Caixa. Ése es el tono del humor colegial que impregna el espectáculo, con los mafiosos bailando la conga y un sosias de Shakespeare que lee a Marlowe, y al final, por razones ignotas, se multiplica por diez. Pere Arquillué viste camisa hawaiana, Stetson blanco y gafas barragánicas, y uno no llega a saber jamás si es el dueño del bar, un camarero trepa o el tonto del pueblo. La culpa, por supuesto, no es suya. Dice el verso admirablemente, pero su interpretación ha de lidiar con todos los obstáculos imaginables para llegar al espectador, como si cualquier emoción le estuviera vedada.
Sobre A Electra le sienta bien el luto, dirigida por Mario Gas, y Ricard 3r, dirigida por Álex Rigola
Rigola recurre al frontispicio en cinemascope, que ya había utilizado en Suzuki I y II, su debut en el Lliure, lo que conlleva una disposición suicida de los actores: ni Marlon Brando y Vivien Leigh hubieran podido "bajar" la escena de seducción entre Ricardo y Lady Anne con Arquillué sentado en una tarima y Anna Ycobalzeta a siete metros. El formato conlleva, igualmente, que cualquier actor o actriz situados en primer término vean sus trabajos "despistados" por las acciones de unas bailarinas a lo Foxy Brown que no paran de cimbrearse en los laterales, o por la tradicional pantallita patentada por Castorf, que sustituye el teórico fuera de campo por una colección de muecas a cámara o por imágenes indescifrables.
Salvando escenas aisladísimas (el doliente monólogo de Elizabeth, espléndidamente interpretado por Alicia Pérez, tras arrancarse el pelucón rubio que clonifica a todas las mujeres de la corte), el director del Lliure parece haber aparcado sus dotes para la reinvención y su afinadísimo metrónomo para los ritmos internos: la grave sobriedad de Chantal Aimée como Margaret o la contagiosa efervescencia del siempre energético Joan Carreras, un Clarence que saluda a su nuevo amo a los sones de Sympathy for the Devil, chocan con la degradación farsesca de casi todos los personajes, con lo que acaba por importarnos un pito lo que le sucede a cada quien. Ándele, Rigola, recupérese y vuelva pronto a la carga.
Dos. A Electra le sienta bien el luto. Otro misterio: ¿qué le habrá visto Mario Gas a este melodramón sureño, lastrado por una irritante voluntad de convertirse en la gran tragedia americana? Su puesta de la pieza de O'Neill se presentó el verano pasado en el Festival de Mérida y ha recalado en temporada alta como inicio de gira. Hará unos años, el querido Josep Montanyès la montó en el Lliure sin que convenciera a casi nadie, pero hará más años todavía fue una de las primeras dianas de José Luis Alonso en el María Guerrero, con Julia Gutiérrez Caba, Nuria Espert y un joven Alfredo Alcón. No vi el espectáculo de Alonso, y si me acerqué al de Mario Gas fue por su firma y su talento, convencido de que por fin iba a comprender el prestigio, para mí incomprensible, que rodea a este texto: no hubo suerte. Pero, digámoslo suavemente, esta Electra parece un "Estudio 1" de segunda división en el que actores de muy diversas escuelas tratan, sin conseguirlo, de hallar un lenguaje común.
Ya digo que la pieza, desde luego, no ayuda, y que las amputaciones (el original se pone en cuatro horas) sólo sirven para acentuar lo esquemático de su planteamiento, forzando a los personajes a calzar en un molde trágico cuando no van más allá del estereotipo pomposo. Lo mejor de la función es Mónica López en el rol de la torturadita Lavinia Mannon. Hay un abismo entre su interpretación y la de sus compañeros de reparto: es la única que exhala una verdad continua, sostenida y aparentemente sin esfuerzo; la única a la que podemos creernos. Y la única (cosa curiosa, aunque no tanto, si se piensa) a la que el vestido le sienta como un guante: casi todos los demás parecen llevar sus trajes como si se hubieran dejado la percha dentro. Hieratismo y falta de convicción, luchando con una voluntad ímproba para hacer creíbles acciones y parlamentos, son las características de Maru Valdivieso (Christine), y su hijo Orin, a cargo de Ivan Hermes, el joven Roberto Zucco de Pasqual: hoy por hoy le veo yo muy verde y falto de presencia escénica para roles protagonistas. Tampoco es una alegría encontrar al gran Emilio Gutiérrez Caba desperdiciado en un trabajo de mera composición (Seth, el viejo criado), hecho un cuatro por exigencias del guión y con voz cavernosa e impostada a lo Jack Elam.
Hablando de voces, a eso parecen reducirse las aportaciones actorales de Constantino Romero (el general Ezra Mannon) y el propio Mario Gas, que sustituye a Adolfo Fernández en el personaje del capitán Brandt, y que parece estar rindiendo un homenaje a Arturo López. Dato tristemente revelador de los muchos reajustes que necesita este espectáculo: poco antes del fin de la primera parte, la noticia del suicidio de Christine Mannon, anunciada por Orin/Hermes, fue recibida con un colectivo conato de carcajada, algo que hace mucho tiempo que no escuchaba yo en un teatro.
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