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¿Existe el bien común?

1. En una sociedad compleja, abierta y democrática como es la española del siglo XXI no es evidente que se pueda hablar "del bien común". Hay pocas realidades o situaciones que sean buenas para todos los ciudadanos al mismo tiempo. La salud de nuestro planeta; la paz, como negación de la guerra; el dominio de una ley justa, y la verdadera democracia pueden ser elementos del bien común. Pero en cuanto nos ponemos a buscar ejemplos más concretos, enseguida nos damos cuenta de que algunas de las cosas que se suponen buenas para todos, no lo son para algunos. Por eso es difícil hablar del bien común y más difícil aún llevar a cabo políticas públicas que satisfagan a todos por igual. Parecería que una campaña para vacunar a toda la población contra la gripe aviar es propia del "bien común". Pero habrá alguien que no querrá vacunarse ("yo no creo en vacunas"), con lo cual el efecto social de la vacuna queda en suspenso; otro no querrá que se gaste dinero público en vacunas; otro no querrá rebajar el precio de una vacuna cuya patente posee para hacer más viable la vacunación masiva. Al final nos encontramos con que no se puede invocar el "bien común" para justificar una campaña de vacunación. Y en general se puede afirmar que la mayoría de las acciones que aspiran a conseguir el bien común no lo pueden conseguir, porque en realidad no existe. Es de una sabiduría profunda el dicho popular "nunca llueve a gusto de todos".

2. ¿Por qué nunca llueve a gusto de todos? Porque no existe una armonización de intereses. Porque no hay poder humano ni, a lo que parece, divino que haya sido capaz de conciliar las necesidades, intereses y deseos de todos para que podamos hablar de un bien común, incluso de uno geográficamente delimitado. Y es que la nuestra es una sociedad conflictiva, en la cual los intereses de unos, individuos, grupos, sociedades y naciones, están contrapuestos a los intereses y deseos de otros (en principio, con los mismos derechos). No en todo ni siempre, porque eso sería un situación caótica e insostenible, pero sí muy frecuentemente y en muchas cosas. La oposición de intereses materiales es inherente al sistema de capitalismo democrático y abierto que nos hemos dado. Estos días estamos viviendo multitud de conflictos de esa naturaleza. Nadie se debe llamar a engaño ni escandalizarse. A los accionistas de la Volkswagen (propietaria de Seat) les conviene reducir la plantilla para competir mejor; los obreros, naturalmente, se oponen porque saldrán perjudicados. Los agricultores quieren que el Gobierno cargue con la subida de los precios del combustible, como antes consiguieron transportistas y pescadores. Todas estas protestas y movilizaciones no hacen más que revelar la naturaleza intrínsecamente conflictiva de nuestra sociedad.

3. Pero, aunque no exista un bien común, ni se pueda invocar su poder absoluto para oponerse a las reivindicaciones de diversos grupos, existen límites a la defensa de intereses particulares (a la cual todo el mundo tiene derecho en una democracia). Ese límite es el "bien más común y general", término usado por Tomás de Aquino para relativizar la cuestión. En una democracia no se puede justificar que un bien particular (el de los mineros del carbón, por ejemplo) acabe prevaleciendo sobre el bien más común y general de la sociedad. Mucho menos se puede en justicia defender los intereses de una persona o colectivo causando graves perjuicios a terceros, cuyos intereses no son antagónicos a los de quienes protestan. El causar daños a colectivos ajenos al conflicto de intereses origen de la disputa tiene la naturaleza de la "toma de rehenes", porque se apoya en el principio de perjudicar a inocentes para obtener concesiones de sus oponentes. Es como si el colectivo que defiende sus intereses tuviera enfrente al resto de la sociedad (los pescadores contra todos los ciudadanos), lo cual no es cierto. El problema está en hacer compatible (en la mayor medida posible) el bien particular de un colectivo con el bien más general de la sociedad.

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4. La naturaleza conflictiva de nuestras sociedades exige que haya un árbitro o juez imparcial para dirimir los conflictos de intereses. Para eso están las autoridades competentes. Su misión es, primero, definir qué significa en casos concretos "el bien más común y general", y segundo, procurar que el bien particular de un colectivo no prevalezca sobre aquél. Una autoridad que sólo mire a un bien particular (sea el de los mineros o de las empresas eléctricas) y desatienda el más común y general, como a veces se hace, practica una forma de corrupción muy reprobable en un sistema democrático. No se pueden anteponer los intereses de un grupo a los de los demás, pero hay que conciliar justa y razonablemente los de todos.

Luis de Sebastián es catedrático de Economía de ESADE.

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