El descrédito de los partidos
Mucho se ha hablado de la última encuesta del CIS, que aproxima el PP al PSOE en intención de voto. Al margen de las variadas interpretaciones que ha generado sobre sus causas y sus consecuencias, un detalle ha pasado casi inadvertido: sólo el 26,4% de los ciudadanos se siente identificado con el ideario de alguno de los partidos del arco parlamentario. En cambio, un 42,3% afirma no hacerlo con ninguno. Las cifras resultan apabullantes. El balance, a los treinta años de haberse muerto Franco, no es pues tan idílico como habíamos previsto entonces. Y no porque las cosas vayan mal. En absoluto. Sino porque habíamos depositado expectativas quizá demasiado elevadas en unos partidos políticos que a veces no han estado a la altura de las circunstancias. Otra encuesta publicada por EL PAÍS evidencia que los partidos son la institución peor valorada por los españoles y que vienen siéndolo de manera reiterada en el tiempo. Esta no es una característica exclusiva de nuestro país, claro. Organismos internacionales como el Barómetro de la Corrupción alertan sobre el descrédito de los partidos en el ancho mundo. Paradójicamente, a medida que aumenta el número de regímenes democráticos y la transparencia informativa en el planeta -a la que no son ajenos fenómenos como Internet- también crece la percepción de una corrupción política generalizada.
Los peores ejemplos los ofrecen, en ocasiones, quienes deberían ser modelo de todo lo contrario: funcionarios de la ONU, empresas del intercambio de petróleo por alimentos en Irak, dirigentes de países democráticos... El mismísimo presidente italiano, Silvio Berlusconi, fue exonerado de haber sobornado a un juez, no porque no lo hubiera hecho, sino porque el tribunal consideró prescrito el delito. Sin relación con todo esto, no quiero pasar por alto un dato de la citada encuesta del Instituto Opina para EL PAÍS. Por primera vez en todos los años de existencia de ese sondeo, los españoles valoran peor a los sindicatos que a los empresarios. Es un síntoma más de la pérdida de prejuicios y de que nadie permanece inmune a la crítica democrática. Viejos trapicheos, como el escándalo aquel de las viviendas del PSV, y nuevas prácticas que muestran la crisis sindical están en el origen de esta percepción crítica. Lo último, ya lo saben ustedes, es la denuncia de José María Fidalgo, líder de Comisiones Obreras, de que la devolución de patrimonio sindical histórico a UGT supone una subvención discriminadora y encubierta del sindicato socialista.
En todas partes cuecen habas, que dice el refrán. Por eso, uno advierte cierta hipocresía en temas como el de financiación de la Iglesia Católica, cuando se arguye que debe hacerlo sólo mediante aportaciones de sus fieles. En puridad, podría aplicarse el mismo criterio a partidos y sindicatos, quienes ya cuentan con las cuotas de sus militantes. Claro que si lo dejásemos en sus manos, en vez de en los presupuestos generales del Estado, como ocurre actualmente, ambas instituciones quebrarían en un solo ejercicio económico. Aun así, periódicamente surge el fantasma de la financiación irregular de los partidos. El último capítulo lo ha protagonizado el ministro Montilla con los créditos que La Caixa ha condonado y aplazado al PSC. No es un caso aislado, sino uno más de la opaca contabilidad de todos los partidos políticos que viene denunciando año tras año el Tribunal de Cuentas y que sólo muy excepcionalmente se sustancia en los tribunales de justicia.
A cuenta de este último escándalo vuelve a hablarse de la non nata ley de financiación que, en el fondo, no quiere ninguno de los afectados por ella. A los partidos les vienen de perlas -y sobre todo a los nacionalistas, más encima de sus presuntos benefactores que los de ámbito nacional- la existencia de donaciones anónimas, vulneración de límites legales y enjuagues financieros que permiten sufragar prácticas dudosas, pagos injustificados o simples excesos presupuestarios. Que no crean los partidos que este estado de cosas sólo se traduce en una menor participación electoral. Con ser ello grave, no es el único resultado. En su día, produjo el colapso de la IV República Francesa y el advenimiento de De Gaulle. En Italia, la desaparición de todos los partidos tradicionales, incluida la en apariencia incombustible Democracia Cristiana. Por eso, que nadie crea en la inanidad de sucesivos escándalos como pagos públicos en paraísos fiscales, intervenciones políticas en favor de empresas privadas o recalificaciones de suelo que benefician a quienes las promueven. Esas cosas, aunque se lleven 14 puntos de ventaja en los sondeos, al final acaban por pasar factura.
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