El retorno del maldito
En Italia se lleva este año el delantero gigante. Luca Toni, el futbolista tocho que maduró tarde, mide 1,94 metros: ayer marcó otros dos goles -ya son 15 en el campeonato- y fue el principal responsable de que el Fiorentina venciera al Milan y alcanzara la segunda posición. Zlatan Ibrahimovic, la furia balcano-escandinava del Juventus, mide 1,92: el sábado fabricó un gol fabuloso desde la línea de medio campo que hundió al Roma y abrió camino a una goleada. Adriano Leite, única esperanza de un Inter que empieza peleando por el scudetto y acaba peleándose con su sombra, mide 1,89. Christian Vieri, que apura el final de su carrera en el Milan, mide 1,85. Alberto Gilardino, que en el Milan es ya más titular que Shevchenko, mide 1,84: como Toni, su pareja de baile en la selección, marcó dos goles en el Fiorentina-Milan aunque el segundo fuera anulado por razones vagas.
El tonelaje está de moda. Y hace soñar a los italianos. El dúo Toni-Gilardino, con Totti y Pirlo detrás, ha dado a la selección de Lippi una ferocidad considerable. Sólo falta que regrese Buffon (1,90) a la portería para completar un once de peso que la gente se sabe de memoria. En el dulce sopor de la sobremesa, los tifosi empiezan a sentir las emociones de una final mundialista contra Brasil.
Podría ser. Los sueños, sin embargo, requieren coherencia, como la literatura y la contabilidad. Y el esquema onírico falla si no encaja en los esquemas de 1982. ¿Dónde está hoy Paolo Rossi?
Rossi, máximo goleador en 1982 y encarnación del último gran éxito internacional del fútbol italiano, era un tipo relativamente canijo y dotado de un talento misterioso. Resultaba claro que sabia jugar. Lo que no estaba claro era el puesto que le correspondía en el campo. Empezó como extremo -en la tradición del bajito habilidoso del tipo Conti o Causio-, probó en la mediapunta y acabó en el área por falta de otras alternativas. En el área demostró ser un tipo peligroso. Tenía tanto peligro que se hundió a sí mismo: antes de la cita española fue descalificado por participar en el gigantesco fraude del Tottocalcio, la quiniela local. Rossi era uno de los futbolistas que amañaban partidos para que el resultado coincidera con su propia apuesta.
La federación le levantó el castigo para que pudiera jugar el Mundial. Hubo una gran polémica porque el hombre no podía estar en forma tras muchos meses en el dique seco. Luego, se puso a marcar goles y nadie se acordó ni de las apuestas, ni de las sanciones ni de la inactividad forzosa.
Para soñar de forma coherente con el Mundial del verano próximo, los italianos deben incluir en el relato a un maldito que llega a última hora, roba el puesto a un titular indiscutible y aporta las dosis de locura impredecible que permiten vencer, como entonces, a un Brasil superior. El maldito, esta vez, no puede ser otro que Antonio Cassano.
Cassano, feo, bajito y muy raro de carácter, criado en las calles más peligrosas de Bari y crecido en la exuberancia romana, es el gran ausente del actual campeonato. Los propietarios del Roma le ofrecieron renovar el contrato, que expira en junio. No aceptó las condiciones y desde entonces está proscrito. O no se le convoca o, para que duela más, se le convoca con los juveniles. Los romanistas han dejado de quererle. Todo el mundo supone que en enero, cuando se reabra el mercado, el Roma lo venderá al Juventus o al Inter para sacar algún beneficio del ídolo caído: la situación es demasiado triste para prolongarla hasta fin de temporada.
Cassano vuelve, Cassano viaja a Alemania, Cassano aporta a una selección de gran tonelaje unos vitales gramos de genio. La trama se desarrolla necesariamente así porque los sueños, a diferencia de la vida, han de tener algún sentido. En la vida real puede pasar cualquier cosa, como que gane Alemania. En los sueños juega Cassano y Alemania no gana nunca.
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