Jordi Mesalles, director de teatro
Se nos ha muerto como del rayo Jordi Mesalles, con quien tanto quisimos, reímos, soñamos, confabulamos. Teníamos clarísimo cómo debían ser las cosas y en noches de rosas y whisky lo anotábamos en manifiestos con la complicidad de otros sonámbulos (Pere Planella, Joan Anguera e incluso Sanchis Sinisterra). De todos, era él quien más sabía. Era el monstruo de las galletas de los libros, que transportaba en un macuto de gran tonelaje. Me vuelve ahora con su cazadora David Crocket, su pelo casi de Winnetou y su sonrisa de caballo del bueno de la peli. Jordi era todo un western. Un tío de pensamiento con un tirachinas en el bolsillo de detrás, asomando. Un buen día se dio cuenta de que todo su rigor servía para poco en un mundo de sonrisas y consignas. Y rió mejor que nadie; se sabía si él estaba en un estreno porque en el momento menos indicado una personalísima risotada inundaba la autocomplacencia y la platea.
Una noche de trivial adivinó que los pulpos tienen tres corazones y lo celebramos imaginando a Gaudí de caganer y la Sagrada Familia como tova, o un lago de los cisnes con tutús albísimos que una regla inoportuna viraba en rojo. Animaladas de patio de colegio. Nada más triste que un niño muerto.
Jugó con fuego y nos quemamos. No gustó su proposición de convertir el Teatre Nacional en un cine multisalas o parque temático del pujolismo. Tampoco los nuevos amos se sintieron a gusto con las palabras (críticas) de que se nutren las auténticas democracias, pero que aquí, a quien las pronuncia, se le etiqueta de erudito, se le envía al almacén de la razón pura, y se le niega el pan y la sal.
Jordi no sabía conducir, nadar, entrar en Internet y quizá tenía dificultad para abrocharse los zapatos. Sabía todo lo que es peligroso saber y apenas cotiza en el fórum de las vanidades. En su videoteca figuraban ya las películas que alguien mañana rodará.
La voz popular dice que perdió un tren, que no estuvo en el lugar justo y en el momento preciso. Y aquí hay culpa para muchos, y también para él. No quiso ser pillo y cuando lo intentó se le veía el plumero. Hizo un teatro más honesto que el que hoy transita con total impunidad por Europa y el mundo, e intentó enseñar a los alumnos que no se puede representar lo que aún no se comprende.
En un paisaje de despropósitos disfrazados de diseño optó por la tristeza. O la euforia. Se alternaron una y otra en un difícil equilibrio entre indignación y dolor resignado. No dejó de aprender. Cada cena era un festín de exceso de inteligencia incendiada por un sentimiento de juguete roto. Todo él era proyecto. Durmió en casa muchas veces. Una mañana encontramos que, impaciente, había desplazado una enorme tarima para leer en la cama en vez de mover una livianísima lámpara. Algunas veces nos citó para decir que no podía más. Tomamos algunas copas, le animamos. Al día siguiente llamaba diciendo que estaba mejor. Algún personajillo decidió que le pasaba algo y se tomaron precauciones: no trabajaría. Hoy la política cultural se nutre en buena parte del sentido común que Jordi y otros sonámbulos demasiado enamorados de sí mismos redactaron en noches de tabaco y transición. Juntos fundamos una escuela que intentamos pintar una tarde de sábado en pantalón corto. A los pocos minutos, Jordi, impotente, dijo que él no había nacido para aquello. Nos fuimos a un bar a seguir cultivando nuestras certezas.
Amó mucho y supo quererse a sí mismo. A medida que el afecto profesional no crecía tuvo el valor de no poner en duda su muy elaborado criterio. En nuestra última cena atenué sus excesos con aquello del "principio de realidad". Ya lo he dicho antes: el sabio era él. Nos quisiste. Te quisimos. Estamos en paz. ¡Mesaaaaalles!
Joan Ollé es director de teatro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.